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Mujer y Poder

Mª Teresa Fernandez de la Vega

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Texto de la intervención realizada por la Vicepresidenta Primera, Ministra de la Presidencia y Portavoz del Gobierno Español, realizada durante el ciclo de debate Pekin+10 celebrado en Madrid del 3 al 8 de marzo del 2005


Comparto hoy la mesa con Celia Amorós - y el día con todas vosotras - en un contraste weberiano: parecemos la política y la científica. O la filósofa y la vicepresidenta de un diálogo platónico.

Pero no es así exactamente. Conocemos la obra de Celia, su apuesta por el "feminismo de la igualdad" y cómo su reflexión sobre la sensibilidad feminista está íntimamente ligada a los derechos de ciudadanía de las mujeres, lo que supone no solo reivindicar su papel como filósofa, sino la influencia que su pensamiento ha tenido en muchas de nosotras.

Conocemos a Celia y, en cierta forma, la compartimos, porque los valores del socialismo democrático manan de la misma fuente. Son los valores de la Ilustración. De la luz frente a la oscuridad. Los valores de la libertad, la autonomía, la igualdad y la lucha de la razón contra el prejuicio.

Estamos de acuerdo en la labor que ha desarrollado el "feminismo de la diferencia", en su misión de contribuir al orgullo que todo grupo oprimido necesita en su lucha. Sabemos ya que es necesario sortear el riesgo de la bipolaridad: de caer en los mismos errores en la forma en que nos enfrentamos al poder.

Gracias a que una decisión ciudadana ha permitido la existencia de un Gobierno paritario, por primera vez en la historia de España, hoy es posible hacer una reflexión sobre lo que la paridad puede significar en los próximos años.

Un Gobierno paritario, comprometido con un programa de intensa reforma social y política. Movido por esos valores socialdemócratas, feministas e ilustrados. Y dirigido por un Presidente del Gobierno que se declara feminista - y actúa como tal-, y que no duda en reconocer a la igualdad como el mayor motor del cambio de cualquier sociedad.

Celia Amorós ha escrito que el feminismo, hoy como siempre, trata de dar su expresión teórica a un proceso de cambio social que tiene implicaciones en todos los niveles de la existencia humana: en el nivel económico, en el político, en el orden cultural y en el de las organizaciones simbólicas.

En un momento, dominado por el fenómeno de la globalización, que impide pensar en términos reduccionistas; que impide dejar fuera de la reflexión a la mitad femenina de la humanidad, pero también a los continentes enteros que dejaba fuera una filosofía política centrada en el mundo euroamericano.

La gran asignatura pendiente, denunciada por feministas sobre las que ha escrito Celia, fue la conquista de la ciudadanía. El sufragismo surgió en paralelo con el abolicionismo y su historia es la de unas relaciones complejas entre mujeres de un amplio espectro social.

Hemos pasado por diferentes fases, algunas de las cuales - como la del feminismo socialista - han tenido éxitos indiscutibles. Y hoy, el reto del feminismo es el reto de la globalización. Un reto al que sólo podemos enfrentarnos -frente a la tentación posmoderna, que conduce a la parálisis y la conformidad- desde los valores compartidos por el socialismo democrático y el feminismo.

Creo que es sobre todo desde la política desde donde podemos enfrentarnos al programa de profundización de los derechos humanos que marcó la Conferencia de Pekín de 1995. La acción política debe orientarnos en el magma de la interculturalidad y mantenernos al frente de la lucha para profundizar unos derechos que, por más que nacieran en Occidente, trascienden a Occidente.

Y la idea de igualdad, con su estirpe ilustrada, es -como ha escrito Celia- irrenunciable, es el único criterio en la lucha contra la feminización de la pobreza. Por eso, como ella, yo tampoco creo que estemos "Más allá del emancipacionismo’: Hemos abordado y vamos a abordar en este ciclo de debates cuestiones de marcada trascendencia: el estatuto de ciudadanía de las mujeres, las leyes de igualdad, la paridad... Y el eterno asunto que nos reúne hoy, la relación entre "mujer y poder".

Quiero abordar el tema que se me ha encargado desde dos enfoques: el de los límites - o las oportunidades - que ofrece el poder público en nuestro sistema constitucional español y europeo - que no significa sino reflexionar de nuevo sobre el concepto de la igualdad y el derecho a no sufrir discriminación y la posibilidad de aplicar políticas paritarias, y de discriminación positiva- y el de la experiencia, personal o interna, de las mujeres comprometidas con la política.

Se trata de dos perspectivas, pública e interna, obviamente conectadas. Creo que la reflexión que se nos propone solamente puede abordarse si se ahonda en el significado de la igualdad, y se pasa después a analizar los retos que tenemos hoy las mujeres que hemos hecho de la acción política nuestro modo de transformar la sociedad.

¿Qué decir hoy sobre la prohibición de discriminación? ¿De qué concepto de igualdad hemos de partir?

Parece una obviedad decir que para combatir la discriminación es necesario actuar sobre la causa de la desigualdad. Una sociedad, antes que justa, ha de ser decente.

Según Margalit, decente es aquella sociedad cuyas instituciones no humillan a las personas, respetando un mínimo esencial u honor cívico que les corresponde como seres humanos, al margen de las reglas sociales de distribución de bienes y derechos propios de cada comunidad. Este concepto de sociedad decente, al que he acudido ya en algunas ocasiones, nos obliga a actuar sobre las bolsas de discriminación históricas.

Porque hoy el concepto de igualdad no es el mismo que el del siglo XIX. Si preguntásemos a un teórico del liberalismo clásico cómo definiría el principio de igualdad, nos diría, sin dudarlo, que la igualdad es la ausencia de privilegios. Hoy, lo propio y lo relevante en las políticas de igualdad es la determinación de los límites constitucionales de la acción igualatoria de la ley y -a la vez- los de la reivindicación individual y colectiva de la diferencia. Desde ese punto de partida hay que construir hoy la acción política.

Como ha puesto de relieve Walzer, en la sociedad compleja que nos ha tocado vivir, la métrica jurídica de la igualdad, con sus términos de comparación y sus juicios de racionalidad y proporcionalidad, resulta notoriamente insuficiente a la hora de proporcionar un mínimo de satisfacción en términos de justicia. Porque la injusticia razonable no deja de ser injusta. No basta con justificar la diferencia: es imprescindible concretar a qué pauta distributiva obedece el acto de diferenciación. La igualdad ya no se identifica con la legalidad; se nos presenta bajo la forma de una tutela antidiscriminatoria, de un remedio jurídico al que pueden acceder colectivos que han sido indebidamente igualados o excluidos de la acción igualitaria del Estado.

Si son las estructuras secularmente sexistas de nuestra sociedad las que determinan la inferioridad de la posición social de la mujer, debemos actuar en ellas, eliminando el conformismo que se derivaría de un concepto de igualdad basado en la inexistencia ideal de privilegios.

Las menores posibilidades de autorrealización personal del género femenino no se deben a "la mala suerte" o a las elecciones o preferencias de las propias mujeres. Las mujeres experimentan múltiples formas de exclusión y cargas desiguales que están arraigadas en las reglas, organizaciones y decisiones sociales.

Si el problema de conseguir la igualdad entre sexos se enfoca desde una perspectiva individualista que insiste en la ceguera ante la diferencia, no se afronta la causa real del problema. En la vida de cualquier mujer, en un momento dado es fácil atribuir su estado de privación y vulnerabilidad ya sea a sus preferencias, ya sea a la mala suerte.

Es "mala suerte" que ella tuviera que encargarse de cuidar de una madre enferma y fuera incapaz de conservar su trabajo; fue su "elección" quedarse en casa cuidando de los niños; es desafortunado que tuviera que "soportar" a un marido abusivo; ahora que es una mujer de mediana edad, divorciada y sin trabajo, tiene que "hacer frente" a la responsabilidad derivada de su "forma de vida". No hace falta insistir mucho en la falsedad de tales premisas.

Por eso -me parece- surgió en el debate de la Ley de Violencia de Género la falsa polémica de la discriminación positiva y la supuesta inconstitucionalidad de la Ley por atender a las necesidades estructurales de un determinado colectivo. Para contestar a esta polémica prefiero dejar hablar al Tribunal Constitucional: "La actuación de los poderes públicos .... no puede considerarse vulneradora del principio de igualdad aun cuando establezca... un trato más favorable, pues se trata de dar tratamiento distinto a situaciones efectivamente distintas": O, como dice ahora el Tratado Constitucional Europeo, en concreto refiriéndose a la infra-representación "El principio de igualdad no impide el mantenimiento o la adopción de medidas que supongan ventajas concretas a favor del sexo menos representado".

Así pues, y por lo tanto, si hay un concepto de igualdad distinto, la siguiente pregunta, y el segundo enfoque de mi intervención, es: ¿Y cómo han de desarrollarse políticas que garanticen por una parte la eliminación de las bolsas de discriminación, por otra la paridad y por otra las acciones positivas?

Veinticinco años después, podemos evaluar el impacto que la movilización de las mujeres y las políticas públicas han tenido. Las estadísticas nos dicen que ha habido importantes cambios en la situación de las mujeres. No creo que sea preciso en este foro adentrarme en los cambios del rol de la mujer.

Pero, a pesar de que hayan existido cambios a mejor (faltaría más) hoy subsisten muchas desigualdades de todo tipo con las que no sólo no podemos conformarnos, sino que nos exigen una actuación positiva que haga más decente a esta sociedad eliminando las bolsas de discriminación que perviven en la historia.

Para ello hay que luchar desde el poder político. El techo de cristal que empezamos a ver a principios de los 90, resultó en muchos casos de acero, y la política, como muy bien revela Celia Amorós, actuando como un espacio disuasorio para las mujeres como consecuencia del poder patriarcal, ha ido dejando en el camino a muchas mujeres, muchas de mi generación, que no han resistido las estrategias del poder, de los partidos políticos, diseñados por hombres, en un mundo donde sólo ellos gozaban del privilegio de la vida pública.

La política empezó siendo un terreno privilegiado para el poder masculino, pero es cierto, que en la medida en que ellos mismos decidieron dar prioridad a la justicia y la igualdad, han aceptado compartirlo.

Como decía Simone de Beauvoir en los últimos años de su vida "incluso si los hombres no comprenden la situación de la mujer, hoy están obligados a pretender que la comprenden". Y eso es lo que ha pasado en los últimos años.

La presión de las mujeres en general, de las mujeres en los partidos y del propio movimiento feminista, unida a la ideas de igualdad y libertad reivindicadas y compartidas fundamentalmente por la izquierda, han hecho posible que hoy hayamos conseguido que la paridad sea un hecho aceptado socialmente.

Sin embargo, los costes que la paridad ha tenido, sobre todo para las mujeres, son evidentes, porque como siempre ha ocurrido, los avances de las mujeres llevan aparejados algunos retrocesos.

Por poner sólo un ejemplo, el feminismo que ha sido hasta ahora un movimiento de libertad, vuelve a resentirse hoy en sus connotaciones sociales, y es reivindicado por muy poca gente, entre ellos muy pocos políticos.

Todo porque como apunta Alcia Miyares el feminismo político es una potente fuerza transformadora de la realidad y eso produce un gran rechazo. En realidad, de lo que hablamos es de que la presencia de mujeres en las esferas de poder político, económico, medíatico, científico y social, es decir, en todos los ámbitos de poder funcionan a modo de locomotora del cambio. La sola presencia de más mujeres en ellos ya genera en si misma un cambio esencial.

El camino de la paridad no va ser fácil, pero sin duda es uno de los retos más interesantes en términos históricos. La paridad para este gobierno sin embargo, no es sólo una cuestión numérica. Es verdad que tenemos el mismo número de Ministros y Ministras en el gobierno, y que incluso en los niveles intermedios estamos haciendo un esfuerzo por introducir mecanismos que nos conduzcan hacia una paridad plena.

Pero lo más importante es que esa paridad, se traduzca en acción política que haga posible superar los problemas reales de las mujeres. Por eso, en estos diez meses, hemos aprobado todas las normas que ya conocéis y ayer mismo el Consejo de Ministros, volvió a dar un impulso decisivo en el camino de la paridad. Nuestro objetivo es construir una democracia de ciudadanos y ciudadanas comprometidos socialmente. Una democracia cívica, que evite la burocratización de las instituciones. Que vincule a los poderes públicos a los problemas cotidianos de las personas concretas. Que abra cauces de participación institucional y contribuya a superar el desinterés por la política en nuestras sociedades democráticas -pese a todo- avanzadas.

En esta tarea, el feminismo tiene mucho que aportar. Por ejemplo, aplicando su vigor crítico y analítico a los defectos, formales y materiales, de la realidad de nuestras democracias. Voy terminando, con una reflexión de futuro. Todas nosotras hemos debatido mucho, desde hace mucho tiempo y en los últimos tiempos, sobre los efectos de la paridad. Lo más importante de este debate, es poder dar respuesta a la pregunta que ha estado siempre en el fondo de la cuestión. ¿Es posible que las mujeres logremos completar la democracia?. El feminismo y las personas que nos sentimos identificadas con sus principios nos lo hemos propuesto desde hace años. Y hay síntomas alentadores que muestran un clima social abierto al cambio.

En primer lugar la mayoría de las mujeres rechaza los roles tradicionales. Para la mayor parte de las españolas, la actual división de papeles no es válida. Estamos convencidas de que las responsabilidades no tienen sexo, no pueden, ni deben ser consideras femeninas o masculinas.

La mayoría pensamos que ocuparse de la educación de los hijos, de las tareas domésticas, del control de la natalidad, de la administración, del presupuesto familiar, y un largo etcétera, son responsabilidades compartidas.

Pese a estos avances persisten muchos problemas no resueltos, y las mujeres -y también los hombres- que en estos momentos desempeñamos responsabilidades públicas, tenemos la obligación de avanzar en su resolución. Acabar con la violencia de género, conseguir más puestos de trabajo para las mujeres, educar a los jóvenes en principios de igualdad, crear un sistema de recursos públicos que permita conciliar empleo y familia, y conseguir una mayor participación política y empresarial en los puestos de responsabilidad, son algunos de los problemas que tendremos que ir superando en los próximos años, en un marco institucional que favorezca una democracia paritaria.

Las mujeres jóvenes gozan ya de importantes cuotas de igualdad con los hombres de su generación. Ello hace que sientan que las reivindicaciones feministas de los ochenta no les conciernen. Sin embargo, la desigualdad no ha desaparecido. Aunque su manifestación sea diferente. En consecuencia, hay que seguir luchando, probablemente con armas distintas a las de nuestras precursoras y además hay que hacerles comprender que no todo está ganado; que el camino que tanto nos ha costado recorrer puede desandarse con suma facilidad.

La sociedad está compuesta de hombres y mujeres; no vale con que solo cambien las mujeres. También hace falta que los hombres sean capaces de asumir también esta tarea.

Esta es, según creo, la principal tarea de la mujer en el proyecto político actual.

Muchas gracias.



2005-03


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