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[Por Ana de Miguel ]

Los feminismos a través de la historia. Capítulo III. Neofeminismo: los años 60 y 70

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La consecución del voto y todas las reformas que trajo consigo habían dejado relativamente tranquilas a las mujeres; sus demandas habían sido satisfechas, vivían en una sociedad legalmente cuasi-igualitaria y la calma parecía reinar en la mayoría de los hogares. Sin embargo, debía ser una clama un tanto enrarecida, pues se acercaba un nuevo despertar de este movimiento social. La obra de Simone de Beauvoir es la referencia fundamental del cambio que se avecina. Tanto su vida como su obra son paradigmáticas de las razones de un nuevo resurgir del movimiento. Tal y como ha contado la propia Simone, hasta que emprendió la redacción de El segundo sexo apenas había sido consciente de sufrir discriminación alguna por el hecho de ser una mujer. La joven filósofa, al igual que su compañero Jean Paul Sartre, había realizado una brillante carrera académica, e inmediatamente después ingresó por oposición -también como él- a la carrera docente. ¿Dónde estaba, pues, la desigualdad, la opresión? Iniciar la contundente respuesta del feminismo contemporáneo a este interrogante es la impresionante labor llevada a cabo en los dos tomos de El segundo sexo (1949). Al mismo tiempo que pionera, Simone de Beauvoir constituye un brillante ejemplo de cómo la teoría feminista supone una transformación revolucionaria de nuestra comprensión de la realidad. Y es que no hay que infravalorar las dificultades que experimentaron las mujeres para descubrir y expresar los términos de su opresión en la época de la "igualdad legal". Esta dificultad fue retratada con infinita precisión por la estadounidense Betty Friedan: el problema de las mujeres era el "problema que no tiene nombre", y el objeto de la teoría y la práctica feministas fue, justamente, el de nombrarlo. Friedan, en su también voluminosa obra, La mística de la feminidad (1963), analizó la profunda insatisfacción de las mujeres estadounidenses consigo mismas y su vida, y su traducción en problemas personales y diversas patologías autodestructivas: ansiedad, depresión, alcoholismo [1]. Sin embargo, el problema es para ella un problema político: "la mística de la feminidad" -reacción patriarcal contra el sufragismo y la incorporación de las mujeres a la esfera pública durante la Segunda Guerra Mundial-, que identifica mujer con madre y esposa, con lo que cercena toda posibilidad de realización personal y culpabiliza a todas aquellas que no son felices viviendo solamente para los demás.

b) Feminismo liberal

Betty Friedan contribuyó a fundar en 1966 la que ha llegado a ser una de las organizaciones más feministas más poderosas de Estados Unidos, y sin duda la máxima representante del feminismo liberal, la Organización Nacional para las Mujeres (NOW). El feminismo liberal se caracteriza por definir la situación de las mujeres como una de desigualdad -y no de opresión y explotación- y por postular la reforma del sistema hasta lograr la igualdad entre los sexos. Las liberales comenzaron definiendo el problema principal de las mujeres como su exclusión de la esfera pública, y propugnaban reformas relacionadas con la inclusión de las mismas en el mercado laboral. También desde el principio tuvieron una sección destinada a formar u promover a las mujeres para ocupar puestos públicos. Pero bien pronto, la influencia del feminismo radical empujó a las más jóvenes hacia la izquierda. Ante el malestar y el miedo a los sectores más conservadores, Betty Friedan declara que: "En el futuro, la gente que piensa que NOW es demasiado activista tendrá menos peso que la juventud" [2]. Así, terminaron abrazando la tesis de lo personal es político -cuando Friedan había llegado a quejarse de que las radicales convertían la lucha política en una "guerra de dormitorio"- y la organización de grupos de autoconciencia, dos estandartes básicos del feminismo radical y que inicialmente rechazaban. Más tarde, con el declive del feminismo radical en Estados Unidos, el reciclado "feminismo liberal" cobró un importante protagonismo hasta haber llegado a convertirse, a juicio de Echols, "en la voz del feminismo como movimiento político" [3].

Sin embargo, fue al feminismo radical, caracterizado por su aversión al liberalismo, a quien correspondió el verdadero protagonismo en las décadas de los sesenta y setenta.

c) Surgimiento del feminismo radical: "feministas políticas" y "feministas"

Los sesenta fueron años de intensa agitación política. Las contradicciones de un sistema que tiene su legitimación en la universalidad de sus principios, pero que en realidad es sexista, racista, clasista e imperialista, motivaron a la formación de la llamada Nueva Izquierda y diversos movimientos sociales radicales como el movimiento antirracista, el estudiantil, el pacifista y, claro está, el feminista. La característica distintiva de todos ellos fue su marcado carácter contracultural: no estaban interesados en la política reformista de los grandes partidos, sino en forjar nuevas formas de vida -que prefigurasen la utopía comunitaria de un futuro que divisaban a la vuelta de la esquina- y, cómo no, al hombre nuevo. Y tal como hemos venido observando hasta ahora a lo largo de la historia, muchas mujeres entraron a formar parte de este movimiento de emancipación.

En buena medida, la génesis del Movimiento de Liberación de la Mujer hay que buscarla en su creciente descontento con el papel que jugaban en aquél. Así describe Robin Morgan lo que fue una experiencia generalizada de mujeres: "Comoquiera que creíamos estar metidas en la lucha para construir una nueva sociedad, fue para nosotras un lento despertar y una deprimente constatación descubrir que realizábamos el mismo trabajo en el movimiento que fuera de él: pasando a máquina los discursos de los varones, haciendo café pero no política, siendo auxiliares de los hombres, cuya política, supuestamente, reemplazaría al viejo orden" [4]. De nuevo fue a través del activismo político junto a los varones, como en su día las sufragistas en la lucha contra el abolicionismo, como las mujeres tomaron conciencia de la peculiaridad de su opresión. Puesto que el hombre nuevo se hacía esperar, la mujer nueva -de la que tanto hablara Kollontai a principios de siglo- decidió comenzara reunirse por su cuenta. La primera decisión política del feminismo fue la de organizarse en forma autónoma, separarse de los varones, decisión con la que se constituyó el Movimiento de Liberación de la Mujer. Tal y como señala Echols, si bien todas estaban de acuerdo en la necesidad de separarse de los varones, disentían respecto a la naturaleza y el fin de la separación. Así se produjo la primera gran escisión dentro del feminismo radical: la que dividió a las feministas en "políticas" y "feministas". Todas ellas forman inicialmente parte del feminismo radical por su posición antisistema y por su afán de distanciarse del feminismo liberal, pero sus diferencias son una referencia fundamental para entender el feminismo de la época.

En un principio, las "políticas" fueron mayoría, pero a partir del 68 muchas fueron haciéndose más feministas para, finalmente, quedar en minoría. Para las "políticas", la opresión de las mujeres deriva del capitalismo o del Sistema (con mayúsculas), por lo que los grupos de liberación debían permanecer conectados y comprometidos con el Movimiento; en realidad, consideraban el feminismo un ala más de la izquierda. Suele considerarse que a ellas, a su experiencia y a sus conexiones se debieron muchos de los éxitos organizativos del feminismo, pero lógicamente también traían su servidumbre ideológica.

Las "feministas" se manifestaban contra la subordinación a la izquierda, ya que identificaban a los varones como los beneficiarios de su dominación. No eran, ni mucho menos, antiizquierda, pero sí muy críticas con su recalcitrante sexismo y la tópica interpretación del feminismo en un abanico de posibilidades que iba de su mera consideración como cuestión periférica a la más peligrosa calificación de contrarrevolucionario.

Las interminables y acaloradas discusiones entorno a cuál era la contradicción o el enemigo principal caracterizaron el desarrollo del neofeminismo no sólo en Estados Unidos, sino también en Europa y España. La lógica de los debates siempre ha sido similar: mientras las más feministas pugnaban por hacer entender a las políticas que la opresión de las mujeres no es solamente una simple consecuencia del Sistema, sino un sistema específico de dominación en que la mujer es definida en términos del varón, las políticas no podían dejar de ver a los varones como víctimas del sistema y de enfatizar el no enfrentamiento con éstos. Además, volviendo al caso concreto de Estados Unidos, las políticas escondían un miedo que ha pesado siempre sobre las mujeres de la izquierda: el de que los compañeros varones, depositarios del poder simbólico para dar o quitar denominaciones de origen "progresista", interpretasen un movimiento sólo de mujeres como reaccionario o liberal. De hecho, es muy aleccionador reparar en que, a la hora de buscar "denominación", el término "feminista" fue inicialmente repudiado por algunas radicales. El problema estaba en que lo asociaban con la que consideraban la primera ola del feminismo, el movimiento sufragista, al que despreciaban como burgués y reformista. Sulamith Firestone, indiscutible teórica y discutida líder de varios grupos radicales, fue la primera en atreverse a reivindicar el sufragismo afirmando que era un movimiento radical y que "su historia había sido enterrada por razones políticas" [5].

Finalmente llegó la separación, y el nombre de feminismo radical pasó a designar únicamente a los grupos y las posiciones teóricas de las "feministas ".

d) Feminismo radical

El feminismo radical norteamericano se desarrolló entre los años 1967 y 1975, y a pesar de la rica heterogeneidad teórica y práctica de los grupos en que se organizó, parte de unos planteamientos comunes. Respecto a los fundamentos teóricos, hay que citar dos obras fundamentales: Política sexual de Kate Millet y La dialéctica de la sexualidad de Sulamit Firestone, publicadas en el año 1970. Armadas de las herramientas teóricas del marxismo, el psicoanálisis y el anticolonialismo, estas obras acuñaron conceptos fundamentales para el análisis feminista como el de patriarcado, género y casta sexual. El patriarcado se define como un sistema de dominación sexual que se concibe, además, como el sistema básico de dominación sobre el que se levanta el resto de las dominaciones, como la de clase y raza. El género expresa la construcción social de la feminidad y la casta sexual alude a la común experiencia de opresión vivida por todas las mujeres [6]. Las radicales identificaron como centros de la dominación patriarcal esferas de la vida que hasta entonces se consideraban "privadas". A ellas corresponde el mérito de haber revolucionado la teoría política al analizar las relaciones de poder que estructuran la familia y la sexualidad; lo sintetizaron en un slogan: lo personal es político. Consideraban que los varones, todos los varones y no sólo una élite, reciben beneficios económicos, sexuales y psicológicos del sistema patriarcal, pero en general acentuaban la dimensión psicológica de la opresión. Así lo refleja el manifiesto fundacional de las New York Radical Feminist (1969), Politics of the Ego, donde se afirma:

Pensamos que el fin de la dominación masculina es obtener satisfacción psicológica para su ego, y que sólo secundariamente esto se manifiesta en las relaciones económicas [7].

Una de las aportaciones más significativas del movimiento feminista radical fue la organización en grupos de autoconciencia. Esta práctica comenzó en el New York Radical Women (1967), y fue Sarachild quien le dio el nombre de "consciousness-raising". Consistía en que cada mujer del grupo explicase las formas en que experimentaba y sentía su opresión. El propósito de estos grupos era "despertar la conciencia latente que... todas las mujeres tenemos sobre nuestra opresión", para propiciar "la reinterpretación política de la propia vida" y poner las bases para su transformación. Con la autoconciencia también se pretendía que las mujeres de los grupos se convirtieran en auténticas expertas en su opresión: estaban construyendo la teoría desde la experiencia personal y no desde le filtro de las ideologías previas. Otra función importante de estos grupos fue la de contribuir a la revalorización de la palabra y las experiencias de un colectivo sistemáticamente inferiorizado y humillado a lo largo de la historia. Así lo ha señalado Válcarcel comentando algunas de las obras clásicas del feminismo: el movimiento feminista debe tanto a estas obras escritas como a una singular organización: los grupos de encuentro, en que sólo mujeres desgranaban, turbada y parsimoniosamente, semana a semana, la serie de sus. humillaciones, que intentan comprender como parte de una estructura teorizable" [8]. Sin embargo, los diferentes grupos de radicales variaban en su apreciación de esta estrategia. Según la durísima apreciación de Mehrhof, miembro de las Redstockings (1969): "la autoconciencia tiene la habilidad de organizar gran número de mujeres, pero de organizarlas para nada" [9]. Hubo acalorados debates internos, y finalmente autoconciencia-activismo se configuraron como opciones opuestas.

El activismo de los grupos radicales fue, en más de un sentido, espectacular. Espectaculares por multitudinarias fueron las manifestaciones y marchas de mujeres, pero aún más eran los lúcidos actos de protesta y sabotaje que ponían en evidencia el carácter de objeto y mercancía de la mujer en el patriarcado. Con actos como la quema pública de sujetadores y corsés, el sabotaje de comisiones de expertos sobe el aborto formada por ¡catorce varones y una mujer (monja)!, o la simbólica negativa de la carismática Ti-Grace Atkinson a dejarse fotografiar en público al lado de un varón, las radicales consiguieron que la voz del feminismo entrase en todos y cada uno de los hogares estadounidenses. Otras actividades no tan espectaculares, pero de consecuencias enormemente beneficiosas para las mujeres, fueron la creación de centros alternativos de ayuda y autoayuda. Las feministas no sólo crearon espacios propios para estudiar y organizarse, sino que desarrollaron una salud y una ginecología no patriarcales, animando a las mujeres a conocer su propio cuerpo. También se fundaron guarderías, centros para mujeres maltratadas, centros de defensa personal y un largo etcétera.

Tal y como se desprende de los grupos de autoconciencia, otra característica común de los grupos radicales fue el exigente impulso igualitarista y antijerárquico: ninguna mujer está por encima de otra. En realidad, las líderes estaban mal vistas, y una de las constantes organizativas era poner reglas que evitasen el predominio de las más dotadas o preparadas. Así es frecuente escuchar a las líderes del movimiento, que sin duda existían, o a quienes actuaban como portavoces, "pedir perdón a nuestras hermanas por hablar por ellas". Esta forma de entender la igualdad trajo muchos problemas a los grupos: uno de los más importantes fue el problema de admisión de nuevas militantes. Las nuevas tenían que aceptar la línea ideológica y estratégica del grupo, pero una vez dentro ya podían, y de hecho así lo hacían frecuentemente, comenzar a cuestionar el manifiesto fundacional. El resultado era un estado de permanente debate interno, enriquecedor para las nuevas, pero tremendamente cansino para las veteranas. El igualitarismo se traducía en que mujeres sin la más mínima experiencia política y recién llegadas al feminismo se encontraban en la situación de poder criticar duramente por "elitista" a una líder con la experiencia militante y la potencia teórica de Sulamith Firestone. Incluso se llegó a recelar de las teóricas sospechando que instrumentaban el movimiento para hacerse famosas. El caso es que la mayor parte de las líderes fueron expulsadas de los grupos que habían fundado. Jo Freeman supo reflejar esta experiencia personal en su obra La tiranía de la falta de estructuras [10].

Echols ha señalado esta negación de la diversidad de las mujeres como una de las causas del declive del feminismo radical. La tesis de la hermandad o sororidad de todas las mujeres unidas por una experiencia común también se vio amenazada por la polémica aparición dentro de los grupos de la cuestión de clase y del lesbianismo. Pero, en última instancia, fueron las agónicas disensiones internas, más el lógico desgaste de un movimiento de estas características, lo que trajo a mediados de los setenta el fin del activismo del feminismo radical.

e) Feminismo y socialismo: la nueva alianza

Tal y como hemos observado, el feminismo iba decantándose como la lucha contra el patriarcado, un sistema de dominación sexual, y el socialismo como la lucha contra sistema capitalista o de clases. Sin embargo, numerosas obras de la década de los setenta declaran ser intentos de conciliar teóricamente feminismo y socialismo y defienden la complementariedad de sus análisis. Así lo hicieron, entre otras muchas, Sheyla Rowbotham, Roberta Hamilton, Zillah Eisenstein y Juliet Michell. Las feministas socialistas han llegado a reconocer que las categorías analíticas del marxismo son "ciegas al sexo" y que la "cuestión femenina" nunca fue la "cuestión feminista" [11], pero también consideraban que el feminismo es ciego para la historia y para las experiencias de las mujeres trabajadoras, emigrantes o "no blancas" (N del transc.: en el original decía "de color"). De ahí que sigan buscando una alianza más progresiva entre los análisis de clase, género y raza. Pero en esta renovada alianza, el género y el patriarcado son las categorías que vertebran sus análisis de la totalidad social.

Notas

[1] Cf. A. J. Perona, "El feminismo americano de post-guerra": B. Friedan", en C. Amorós (coord.), Actas del seminario Historia de la teoría feminista, Instituto de Investigaciones Feministas, Universidad Complutense de Madrid, Madrid 1994.

[2] A. Echols, Daring to Be Bad. Radical Feminism in America (1967-1975), University of Minnesota Press, Minneapolis 1989, p. 4.

[3] A. Echols, o. c., p. 11.

[4] O. c., p. 23 (la traducción es nuestra).

[5] O. c., p. 54.

[6] Cf. Es esta misma obra "Género y Patriarcado".

[7] A. Echols,o. c., p. 140.

[8] A. Valcárcel, Sexo y filosofía, Anthropos, Barcelona 1991, p. 45.

[9] A. Echols, o. c., p. 140.

[10] J. Freeman, La tiranía de la falta de estructuras, Forum de Política Feminista, Madrid.

[11] Cf. H. Hartmann, "Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva entre marxismo y feminismo", Zona Abierta, 198o, pp. 85-113.



2007-01


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