EL GÉNERO
COMO ESTRATEGIA TRANSMODERNA
Por Rosa María
Rodríguez Magda
rrmagda@yahoo.es
De la necesidad de tener un “yo” y un “nosotras”
¿Para qué me sirve tener un yo?, para poseer una imagen fuerte, definida frente al mundo. Las líneas de mi definición demarcan mi frontera, más acá de ella estoy segura, fuera los demás me verán como quiero ser vista. Aspiro a que mis emociones, sentimientos, ideas, costumbres, comportamientos... encajen de una forma armoniosa. Que los deseos se cumplan en acciones y que ellas se adecuen a la ética valorada. Requiero pues certeza y sosiego, libertad y autonomía. Pero en tanto que no soy un mero ente pensante o aislado, las circunstancias me constituyen, algunas de ellas formarán parte de mi yo más íntimo, otras, se apostarán como encrucijadas frente a las cuales tengo que definirme. Entre las circunstancias que no puedo separar de mi yo se encuentran la de ser un cuerpo, un sexo, un género, quizás también, pero ya a una cierta distancia, la pertenencia a un grupo, marcado por la edad, el estilo de vida, la acción social, la nación o la religión. El grado de solidez de estas definiciones dependerá de mi percepción interna, un exceso de vaguedad puede dispersarme, generando cierta angustia existencial, una taxonomía excesivamente férrea la sentiré como coerción y alienación. La identidad pues que requiero es firme pero abierta, con un dinamismo siempre sujeto a la libre elección.
Sin duda pensar la identidad
es el problema. La noción de sujeto, con toda la crisis de la metafísica,
no se halla, sin embargo, más allá de la situación
que ya observara Hume. La conciencia personal nos ofrece el espejismo de
permanencia que enlaza y da continuidad, busca razón y coherencia,
a los diversos estados de conciencia, cuyo conjunto, agrupados por la memoria,
denominamos: “yo”. Pero este todo que pugna por ser coherente no
se produce por un mero esfuerzo de la voluntad individual, obedece a criterios
externos de consistencia, que propician la identidad nacional, social,
sexual, personal. El yo sería el cruce y engrosamiento nodal de
todas estas series discursivas que, a pesar de tener criterios propios
de funcionamiento, logran la adhesión íntima del sujeto al
rubricar su pertenencia al grupo.
Desde el empirismo inglés
del XVIII, pero sobre todo desde la gran mayoría de las corrientes
del siglo XX, de Nietzsche al estructuralismo, pasando por el psicoanálisis
o el llamado giro lingüístico, todas las propuestas teóricas
han pugnado por debilitar al sujeto, convirtiéndolo a lo más
en un locus estratégico.
El feminismo no podía
ser ajeno a este movimiento, no obstante, como todas las propuestas
no hegemónicas, ha permanecido más tiempo inmerso en posturas
de identidad compactas o esencialistas. Todo grupo debe consolidar su identidad,
su genealogía, su presencia social y su visibilidad, antes de poder
dedicarse a deconstruirla. Pero si su pugna por dotarse de una identidad
es coetánea de la crisis moderna, deberá poner en marcha
todo un aparato de estrategias paradójicas, deberá edificar,
buscar definiciones operativas socialmente, y a la vez ser consciente del
carácter artificial, de constructo no natural, de esas definiciones.
Es esta situación paradójica
la que constituye el verdadero reto del feminismo hoy, la reconstrucción
del sujeto tras la crisis de la modernidad -que lo es también del
pensamiento en general.
Feminismos dialécticos y esencialistas.
El sujeto de la modernidad es
un sujeto fuerte, que busca una identidad sólida, reconocible por
otros y operativa socialmente, dueño pues del discurso y de la acción.
El feminismo moderno adoptó esquemas ilustrados y, más tarde,
de cuño socializante, que emanaban, con mayor o menor cercanía,
de la teoría marxista. Se trataba principalmente de un acceso al
poder, entendido éste como algo localizable, que podía poseerse,
asentado primordialmente en unas estructuras económicas discriminatorias,
detentado por una clase, enfrentado en lucha dialéctica contra los
excluidos y que se perpetuaba por medio de los aparatos ideológicos.
El feminismo de la igualdad
parte de la aceptación de un sujeto fuerte aunque oprimido, para
el que se busca el reconocimiento y acceso a los mismos derechos y posibilidades.
Se pretende, pues, rehabilitar un nuevo pacto social, que desvele las ignominias
del contrato sexual subyacente, legitimador de una sociedad supeditadora
de las mujeres. Si en principio no hay nada que objetar, todo lo contrario,
al necesario acceso a la emancipación y la autonomía, si
que resulta revisable su estructura gnoseológica subyacente.
Como ya Foucault mostrara, un
mero análisis marxista del poder no agota la descripción
de sus mecanismos, cuando no los enmascara. Al hablar de poder, debemos
entenderlo como algo más difuso y omnipresente, elemento constitutivo
mismo en la formación de los saberes y de los cuerpos. El modelo
marxista de interpretación del poder, nos aporta sólo una
de las estrategias de denuncia, puntualmente operativa desde parámetros
de la de la opresión frente a la igualdad, en su vertiente dialéctica
o de alienación ideológica. Pero que, a mi modo de ver, debe
ser utilizado de forma procedimental, poniendo en juego todas las precauciones
ante la ontología que genera.
El poder no reside en el Estado,
éste junto con sus mecanismos normativos es únicamente su
representación más palmaria. No es algo que posea de forma
absoluta un grupo o un individuo, del que otros estén totalmente
desposeídos. Las relaciones de poder penetran todas las estructuras,
son dinámicas, reversibles, fluctuantes, consolidan zonas y ejercicios
no unívocos, conforman los discursos y los cuerpos. Toda acción
que se realiza detenta algún poder, es a la vez una acción
potente – afirmadora de la libertad- y sometida. No hay una zona salvífica
ajena al poder, pues en ella no encontraríamos la libertad, sino
la muerte. Todo ello contesta profundamente el modelo dialéctico,
que comporta, aún cuando sea momentáneamente, la visión
de dos polos cohesionados y enfrentados. Es esta foto fija ontologizadora
la que debemos rechazar, por más que una efectiva dialéctica
debería entenderse de forma enteramente fluida. Pero aún
así, la oposición no sería más que un modelo
conceptual por el que aislamos un todo interactuante, con múltiples
zonas de fuga y enfrentamientos. El modelo de la complejidad, el caos o
la red, asumiendo los nuevos paradigmas físicos y cibernéticos,
parecería pues más apropiado.
Por todo ello, la identidad
individual debe adoptar un modelo más fluido y reticular, sufriendo
una segunda pérdida de densidad, (la dialéctica ya era una
fluidificación con respecto al modelo sustancial y atómico
de la metafísica). Esto puede producir un cierto estupor con respecto
a la acción social; el modelo dialéctico parece más
efectivo políticamente para la lucha: opresores / oprimidos, falsedad
/ verdad, dominación / libertad, pero ¿de qué nos
sirve una efectividad falseadora? No quiere esto decir que los movimientos
sociales, y entre ellos el feminismo, deban abandonar absolutamente las
estrategias dialécticas, sino que las utilicen conscientes de su
fingida teatralización operativa.
Así, si el feminismo
de la igualdad ha de replantearse y ampliar sus esquemas ontológicos
y gnoseológicos, por el mismo motivo debe hacerlo el feminismo de
la diferencia. La diferencia entendida como esencia separada, arcadia perdida,
lugar del no poder, nos retrotrae a un maniqueísmo predialéctico.
Recuperar esta zona como núcleo de la identidad implica hacer frente
a todas las críticas contra el esencialismo que, desde la crisis
de la metafísica, ha venido desarrollando toda la filosofía.
No obstante, no sería justo menospreciar las aportaciones
del feminismo de la diferencia, en el sentido de una reivindicación
de la identidad femenina que no se entienda como un simple correlato
enfrentado a la masculina, una negatividad definida por pensamiento
androcéntrico, un mero acceso a la igualdad. Buscar lo propio, generar
una genealogía y un imaginario, debe seguir siendo, aún con
todas las cautelas anti esencialistas, un objetivo necesario.
Identidad estratégica.
El construccionismo ha ido relegando
en los últimos tiempos las corrientes esencialistas, empiristas,
dialécticas y positivistas; la textualidad a la filosofía
de la presencia, el pensamiento débil a los grandes relatos. Obtenemos
de todo ello una suerte de sujeto estratégico, contextualizado.
Ello ha tenido una asunción más lenta por parte del feminismo,
mis apuestas por ello, por la aplicación de la noción del
simulacro al género, tanto en La seducción de la diferencia
(1987), como en algunos capítulos de la Sonrisa de Saturno
(1989) o El modelo Frankenstein (1997) obtuvieron difícil
acogida en el panorama del feminismo español, no obstante los trabajos
de Linda Nicholson en torno al feminismo y postmodernismo y
sobre todo las aportaciones de Judith Butler en Gender Trouble y Bodies
that matter han generalizado un desarrollo que cada vez tiene
más adeptos.
Para ello debemos partir de
una noción de diferencia que, lejos de indagar en el esencialismo,
entiende ésta como la proliferación de la diversidad, teatralización
desde el simulacro, autoconciencia de la ausencia en vez de la esencia,
apertura a nuevas formas del deseo y la seducción (tal es mi propuesta
en La seducción de la diferencia).
Sin duda ello debía
beneficiarse de una lectura y reapropiación de las corrientes postestructuralistas,
que, sin embargo, estaba por realizar. Ni Foucault, ni Deleuze, ni Derrida
– quizás algo menos esté último- otorgan un lugar
preeminente en su pensamiento al sujeto femenino. La filosofía de
la diferencia no toma en cuenta la diferencia sexual, y el feminismo francés
de la diferencia, que acaso debiera estar más cercano, no parte
de sus mismos presupuestos, o los utiliza, como es el caso de Hélèn
Cixous, para una vuelta a un cierto esencialismo poético.
Cixous retoma la noción
de différance derridadeana, como espaciamiento de los significantes
y producción de significados, para proponer una misexaulité
o proliferación de sexos, y su noción de écriture
como mecanismo generador de esa misma proliferación y múltiples
sentidos de la corporalidad femenina. Su hallazgo, verdaderamente novedoso,
consiste en su lectura feminista del Falogocentrismo. Para Derrida,
a la Phoné, el habla, sede del Logocentrismo occidental y generador
de la metafísica se opone a la materialidad de la escritura como
elemento liberador, Cixous profundizando en esto último, reencuentra
un camino no negativo hacia el habla, hacia el origen, identificándolo
con la souffle, el aliento materno, la relación con la madre, toda
una religación venturosa con el origen negado a las mujeres y que
éstas podemos rescatar. Se cierra así un círculo enriquecedor,
sin exclusión, abierto a la multiplicidad liberadora de las diferencias.
En el Antiedipo de Deleuze y
Guattari, y en La economía libidinal de Lyotard, en cuanto que se
efectúa una diseminación del falocratismo freudiano, hay
tematizaciones utilizables por el feminismo, tal y como, por ejemplo, las
realizará Sadie Plant, igualmente en la revulsión del
lacanismo, como lo efectúa Luce Irigaray. Aunque los planteamientos
estrictos de dichos autores son engañosos, desde el punto de vista
de una reivindicación real y efectiva de las mujeres.
La noción de devenir-femme
de Deleuze y Guattari apuntaba un antiesencialismo radical, que, no obstante,
se hurtaba al propio proyecto feminista al utilizar el concepto mujer como
significante de una cierta fluidificación cultural de los cuerpos
aplicable a ambos sexos. Su cuerpo sin órganos o sus máquinas
deseantes avanzan, de forma biomaquínica todo un imaginario tan
caro a cierto postfeminismo cyborg.
Deseos, flujos, diferencias,
fragmentación de los cuerpos, microfísica del poder, simulacros...
todo un utillaje teórico que, varias décadas más tarde
ofrece un magma utilizable para un feminismo inmerso en la cibercultura
y que desea desligarse de las pensadoras de los setenta. Sus propaladores
originarios, cuando se refieren a la mujer, no dejan de oficiar una galantería
masculina y androcéntrica, estableciéndole las concomitancias
de sus conceptos más difusos, incurriendo en la falacia de la feminización
de la cultura, aceptando la tradicional visión del misterio femenino
y utilizándolo ellos mismos como un significante adecuado
para su postura gnoseológico-anarquizante.
Y, sin embargo, cabe vislumbrar
cómo toda esta cosmovisión postestructuralista que, para
el pensamiento en general, agotó su programa, cumpliéndose,
en la teoría postmoderna, ha sido el magma, reubicado, distorsionado,
llevado más allá de sus límites, en confluencia con
otras corrientes, como puedan ser el body-art, la cibertecnología,
el movimiento queer, que ha dado lugar al más brillante pensamiento
feminista de los noventa.
Pero que el sujeto no sea una
esencia no quiere decir que pueda disolverse en una mecánica de
fluidos dispersos. Aceptamos que no somos substancia, alma inmortal
y prefijada, que no somos tampoco naturaleza, cuando ésta es un
constructo teórico sujeto a los paradigmas y avatares históricos,
que no somos por tanto una biología como destino, ni diferencia
radical, tampoco agentes sociales férreamente determinados por las
condiciones económicas o de clase. Pero, a su vez, todo ello nos
constituye de una forma más intrínseca que como meros accidentes.
El yo es una creación permanente, a partir de las circunstancias
que nos conforman, penetrado por las estrategias de poder que buscan confinarlo,
escapando incesantemente por medio de prácticas de libertad con
las que intenta subvertirlas, en un proceso, more Foucault, de subjetivación
constante, un sujeto que construye su genealogía, y que se elige
entre, y contra, los trazos de los poderes que lo constituyen, de los discursos
que se hablan a su través, que sin cesar replantea sus estrategias
de supervivencia resistente.
Esta transformación constante
y ese intento de transcendencia inmanente es el que nos reconduce a hablar
más que de una identidad, de una “transidentidad”. Quiero ser igual
a mí misma -idéntica- a través de los flujos inestables
que me dinamizan. La instantánea que ahora tomo de mí, es
igual a quien fui, más todas las transformaciones asumidas, y a
la que seré; parte de todas esas modificaciones e incluirá
las que me habrán acaecido en el momento de mi nueva toma introspectiva.
La memoria genera una línea continua sobre lo que es dinamismo
inestable y mutante. Al igual que Dios tras la zarza ardiendo, yo “seré
el que seré”, pero sin que ello implique cumplimiento de una potencialidad
prefijada, cifra cabal en el a priori de las almas. No se llega a ser el
que se es, se llega a ser quien se puede, y el resultado requiere
el trabajo exigente de la excelencia, el prudente arte de la constancia
y el impulso indomeñable de la libertad. Sólo porque ni la
naturaleza, ni el alma, ni la historia nos determinan de forma absoluta,
podemos llegar a ser sujetos, sujetos a nuestra propia voluntad y designio.
En el comienzo no está el pecado sino la ausencia original, no cabe
pues lamentar este hueco del que partimos, sino congratularse de él,
pues es el garante de nuestra libertad. Libertad de hacer de nuestra vida
una obra de arte, bajo el anhelo nunca cumplido de ser sublimes sin
interrupción. Son nuestras elecciones las que se tornan éticas
por ser autónomas y bellas, no por su adecuación a una moral
universal. La tentación de existir nos condena a ser libres, de
entre el cúmulo de posibilidades nos elegimos sin cesar, conformando
esa identidad que al fin somos y nos constituye en sujetos. Esta es la
transcendencia inmanente, el ir más allá para llegar a nosotros
mismos, de la que hablaba antes.
Lo transexual como modelo
Esta transidentidad, cuando se
aplica al terreno de lo sexual, busca su modelo en la transexualidad,
entendida ésta más allá de una opción precisa,
como la forma difusa en la que los sexos entremezclan sus signos, se proyectan,
se eligen, superan el condicionamiento biológico y normativo, abriéndose
a un haz de posibilidades, regida más por la seducción que
por la reproducción. Es en este sentido en el que cabe situar
la frase de Baudrillard de que hoy “todos somos transexuales”. El sexo
se fragmenta en combinatorias innovadoras. Sexo genético, caracteres
primarios, secundarios, apariencia corporal, identidad sexual psicológica,
elección de objeto, género, gestualidad, teatralización
erótica... no tienen por qué adecuarse a una homogeneidad
predestinada. Existe una proliferación de la sexualidad, el erotismo
impregna la moda, los mass media, la política... Ello hace, como
dijera Roland Barthes que “el sexo esté en todas partes menos en
el sexo mismo”, esto puede propiciar cierta melancolía asténica
unida a un exceso compulsivo desubicado, pero también la apertura
a experiencias diferentes, más allá del falocratismo de una
heterosexualidad estereotipada. Es la “desexualización” de la genitalidad
que Foucault propugnara, posibilitando nuevas prácticas, nuevas
relaciones interpersonales y estilos de vida.
El transexual elige su identidad
sexual, y en seguimiento de su proceso de inadecuación / adaptación
encontramos la mostración de cómo toda identidad sexual es
una elección. Según afirma Beatriz Preciado “ El cuerpo es
un texto socialmente construido, un archivo orgánico de la historia
de la humanidad como historia de la producción / reproducción
sexual, en la que ciertos códigos se naturalizan, otros quedan elípticos
y otros son sistemáticamente eliminados o tachados” . Esta comprensión
del sexo como biopolítica arranca del biopoder foucaultiano, que
éste analizara en el origen de las ciencias humanas, en las disciplinas
que diseñan una anatomía política del cuerpo y en
la biopolítica de las poblaciones, centrada en la normalización
del cuerpo-especie: salud, higiene, natalidad... Todo ello configura la
puesta en marcha del gran dispositivo de la sexualidad, que engloba
discursos, instituciones, leyes, postulados científicos, filosóficos,
morales. Y que se plasma en una serie de ejes: histerización del
cuerpo de la mujer, pedagogización del sexo del niño, socialización
de las conductas procreadoras y psiquiatrización del placer perverso.
Tal genealogía nos muestra sin paliativos el origen cultural
y normativo de lo que hoy entendemos por sexo.
Escapar de esta cuadrícula
normativa implica entender la sexualidad como un todo elegible y
transformable, y la identidad sexual como una apuesta creativa.
Es necesario analizar la construcción
del género como estrategia de identidades múltiples, ejercicio
de visibilidad policéntrica, dominio de lo público a través
del simulacro y apertura hacia nuevas formas de vivenciar el deseo y la
seducción.
La postura constructivista del
género tiene en Judith Butler una de las teóricas más
relevantes. El género no muestra un rasgo interno, es un producto
performativo, de toda una serie de repeticiones y rituales que pretenden
naturalizarse, anticipando la esencia que se suponen desvelan. Esta performatividad
debe entenderse en un sentido lingüístico (el compromiso ontológico
(Quine) de los actos de habla (Ryle)), pero también teatral. “En
la medida en que las normas de género (dimorfismo ideal, complementariedad
heterosexual de los cuerpos, ideales y dominio de la masculinidad y la
feminidad apropiadas e inapropiadas, muchos de los cuales están
avalados por códigos raciales de pureza y tabúes contra el
mestizaje) establecen lo que será inteligiblemente humano y lo que
no, lo que se considerará “real” y lo que no, establecen el campo
ontológico en el que se puede conferir a los cuerpos expresión
legítima” .
El género se anticipa
como ideal al que debemos ajustarnos, aplicadamente, le conferimos densidad
ontológica en nuestro interior y coherencia en la percepción
exterior que los otros realizan de nosotros, a través de todas las
actuaciones, psicológicas, comportamentales, gestuales, estéticas.
El resultado es celebrado socialmente con nuestra adaptación normativa,
somos lo que debemos ser y deseamos lo que debemos desear. El ejemplo de
la drag queen le sirve a Butler en Bodies that matter para analizar
la teatralización de los gestos que intentan ficcionar una identidad
buscada. Es la drag performance la que nos muestra la parodia del género,
que de forma subrepticia actúa en la configuración de los
géneros pretendidamente naturales ( el masculino y el femenino).
Esa actualización reiterada y normativa, que pretende ser la manifestación
de una esencia, cuando en realidad es una copia carente de original.
El placer del poder
La ausencia de original es la
clave de toda semiurgia, entendida como la génesis de los simulacros
y la creación de la realidad a partir de ellos. Proceso éste
no sólo a aplicable a la identidad sexual sino conformadora del
sustrato de toda la cultura hiperreal y transmoderna en la que nos
encontramos.
En la gnoseología clásica
la representación lo es de un objeto, y su adecuación a él
(adequatio intellectus ad rem) es la clave del conocimiento , así
como anteriormente Platón estableciera un paralelismo entre el mundo
de las ideas y el mundo sensible, en el que subyacía un grado más
de justeza por el que las ideas podían entenderse como copias de
las esencias.
La cultura postmoderna
ha entronizado el impero de la copia sin original, de la proliferación
de signos que no remiten a una esencia u objeto, sino que generan sentidos
múltiples, que producen una nueva realidad. Este idealismo hiperreal
nos sitúa en el espacio de los lenguajes, el hipertexto como única
realidad nos desposee de ella, el problema surge cuando deseamos transformar
las condiciones sociales.
En modo alguno el análisis
de la semiurgia puede convertirnos en ineficaces socialmente, y ello sólo
lo lograremos si esta semiurgia la entendemos también como una simulocracia.
Es preciso no desatender la forma en la que los simulacros producen
y perpetúan efectos de poder y de dominación.
La hegemonía de la simulación
puede tener una acepción negativa: la creencia en la realidad de
los simulacros, una suerte de revitalizada naturalización, que nos
atrapa fascinados en los nuevos iconos, frente a ello es necesario acentuar
una intelección primero crítica y después de
actuación positiva. Únicamente si desvelo los mecanismos
por medio de los cuales la génesis de los simulacros produce realidad,
puedo hurtarme de sus efectos, lograr que el sujeto sea el dueño
de los simulacros, los utilice de acuerdo a sus fines generando por medio
de la parodia un efecto irónico, demoledor de su pretendida solidez,
y a su vez, ficcione simulacros que le puedan ser útiles, tanto
para desarrollar nuevas formas de subjetividad, cuanto para establecer
estrategias de acción social.
Jugar a las identidades múltiples
puede abrirnos renovados espacios de deseo, de autorepresentación,
de relaciones, profundizando en un perspectivismo estetico/ético.
Condensar momentáneamente esas identidades en la práctica
política es una de las estrategias para consolidar espacios de libertad.
El efecto de una identidad cohesionada en torno a conceptos como género,
equiparación de derechos, paridad, violencia, visibilidad es un
momento táctico necesario que no puede caer en la indefinición;
las identidades temporales pactadas deben serlo fuertes para lograr los
cambios sociales, sin posibilidad de perder tiempo en fundamentaciones
metafísicas, en las tentaciones estéticas de la ambigüedad.
La simulocracia como dominio
de los simulacros no puede permitirse el lujo de caer en la indefinición
propiciada por la certeza de su carácter de constructos. No se trata
de boicotear las identidades sino de su producción diversificada,
pactada y eficaz. La seducción de la diferencia no lo es de una
diferencia esencial, pero tampoco difusa. Para ejercer el poder, igual
que para seducir, el artificio de la representación debe ser rico,
identificable, marcado. Así, por ejemplo, nos seduce eróticamente
la ambigüedad no porque sea un magma indeterminado, sino porque produce
signos múltiples, paradójicos, que avanzan el juego, la incertidumbre,
el peligro. Sólo hay juego o lucha cuando los rituales tiene unas
reglas precisas, en las que podemos ganar o perder. En otro sentido, hay
transacción de poder cuando un grupo está perfectamente definido,
muestra sus armas, y establece claramente los costes y las ganancias de
aquello por lo que pugna.
En el ámbito teórico
son precisas todas las matizaciones y las sospechas, pero en la transformación
de la realidad no nos puede temblar el pulso, hay que actuar como si la
verdad, la razón, la historia, y Dios mismo, estuvieran a nuestras
espaldas. Realmente las condiciones son las mismas por las que una representación
teatral nos envuelve, sabemos que es una representación, pero suspendemos
esa percepción para sumergirnos en ella como si fuera la única
realidad. ¿Qué ocurriría si los actores estuvieran
siempre advirtiéndonos de que ellos no son sus personajes y de que
lo que ocurre es una pantomima? Debemos simultanear el distanciamiento
brechtiano o la ironía postmoderna con una puesta en
escena verosímil, envolvente. Lo primero nos torna inteligentes,
lo segundo contundentes.
Es esta nueva astucia de la razón
transmoderna la que se solaza con las risas y lo carnavalesco, después
de la batalla ganada; mientras tanto, el disfraz ha de ser tan impenetrable
como una armadura.
Rosa María
Rodríguez Magda
rrmagda@yahoo.es
(Comunicación presentada
al Xè SIMPOSI DE L’ASSOCIACIÓ INTERNACIONAL DE FILÒSOFES.
Barcelona, del 2 al 5 d’octubre de 2002)