EL GÉNERO COMO ESTRATEGIA TRANSMODERNA
 Por Rosa María Rodríguez Magda
rrmagda@yahoo.es


 
 

 De la necesidad de tener un “yo” y un “nosotras”

 ¿Para qué me sirve tener un yo?, para poseer una imagen fuerte, definida frente al mundo. Las líneas de mi definición demarcan  mi frontera,  más acá de ella estoy segura, fuera los demás me verán como quiero ser vista. Aspiro a que mis emociones, sentimientos, ideas, costumbres, comportamientos... encajen de una forma armoniosa. Que los deseos se cumplan en acciones y que ellas se adecuen a la ética  valorada. Requiero pues certeza y sosiego, libertad y autonomía.  Pero en tanto que no soy un mero ente pensante o aislado, las circunstancias me constituyen, algunas de ellas formarán parte de mi yo más íntimo, otras, se apostarán como encrucijadas frente a las cuales tengo que definirme.  Entre las circunstancias que no puedo separar de mi yo se encuentran la de ser un cuerpo, un sexo, un género, quizás también, pero ya a una cierta distancia, la pertenencia a un grupo, marcado por la edad, el estilo de vida, la acción social, la nación o la religión.  El grado de solidez de estas definiciones dependerá de mi percepción interna, un exceso de vaguedad puede dispersarme, generando cierta angustia existencial, una taxonomía excesivamente férrea la sentiré como coerción y alienación. La identidad pues que requiero es firme pero abierta, con un dinamismo siempre sujeto a la libre elección.

Sin duda pensar la identidad es el problema. La noción de sujeto, con toda la crisis de la metafísica, no se halla, sin embargo, más allá de la situación que ya observara Hume. La conciencia personal nos ofrece el espejismo de permanencia que enlaza y da continuidad, busca razón y coherencia, a los diversos estados de conciencia, cuyo conjunto, agrupados por la memoria, denominamos: “yo”. Pero este todo que pugna por ser coherente  no se produce por un mero esfuerzo de la voluntad individual, obedece a criterios externos de consistencia, que propician la identidad nacional, social, sexual, personal. El yo sería el cruce y engrosamiento nodal de todas estas series discursivas que, a pesar de tener criterios propios de funcionamiento, logran la adhesión íntima del sujeto al rubricar su pertenencia al grupo.
 
Desde el empirismo inglés del XVIII, pero sobre todo desde la gran mayoría de las corrientes del siglo XX, de Nietzsche al estructuralismo, pasando por el psicoanálisis o el llamado giro lingüístico, todas las propuestas teóricas han pugnado por debilitar al sujeto, convirtiéndolo a lo más en un locus estratégico.
 
El feminismo no podía ser ajeno a este movimiento, no obstante, como todas las propuestas  no hegemónicas, ha permanecido más tiempo inmerso en posturas de identidad compactas o esencialistas. Todo grupo debe consolidar su identidad, su genealogía, su presencia social y su visibilidad, antes de poder dedicarse a deconstruirla. Pero si su pugna por dotarse de una identidad es coetánea de la crisis moderna, deberá poner en marcha todo un aparato de estrategias paradójicas, deberá edificar, buscar definiciones operativas socialmente, y a la vez ser consciente del carácter artificial, de constructo no natural, de esas definiciones.
 
Es esta situación paradójica la que constituye el verdadero reto del feminismo hoy, la reconstrucción del sujeto tras la crisis de la modernidad -que lo es también del pensamiento en general.
 

Feminismos dialécticos y esencialistas.

El sujeto de la modernidad es un sujeto fuerte, que busca una identidad sólida, reconocible por otros y operativa socialmente, dueño pues del discurso y de la acción. El feminismo moderno adoptó esquemas ilustrados y, más tarde, de cuño socializante, que emanaban, con mayor o menor cercanía, de la teoría marxista. Se trataba principalmente de un acceso al poder, entendido éste como algo localizable, que podía poseerse, asentado primordialmente en unas estructuras económicas discriminatorias, detentado por una clase, enfrentado en lucha dialéctica contra los excluidos y que se perpetuaba por medio de los aparatos ideológicos.
 
El feminismo de la igualdad parte de la aceptación de un sujeto fuerte aunque oprimido, para el que se busca el reconocimiento y acceso a los mismos derechos y posibilidades. Se pretende, pues, rehabilitar un nuevo pacto social, que desvele las ignominias del contrato sexual subyacente, legitimador de una sociedad supeditadora de las mujeres. Si en principio no hay nada que objetar, todo lo contrario, al necesario acceso a la emancipación y la autonomía, si que resulta revisable su estructura gnoseológica  subyacente.
 
Como ya Foucault mostrara, un mero análisis marxista del poder no agota la descripción de sus mecanismos, cuando no los enmascara. Al hablar de poder, debemos entenderlo como algo más difuso y omnipresente, elemento constitutivo mismo en la formación de los saberes y de los cuerpos. El modelo  marxista de interpretación del poder, nos aporta sólo una de las estrategias de denuncia, puntualmente operativa desde parámetros de la de la opresión frente a la igualdad, en su vertiente dialéctica o de alienación ideológica. Pero que, a mi modo de ver, debe ser utilizado de forma procedimental, poniendo en juego todas las precauciones ante la ontología que genera.
 
El poder no reside en el Estado, éste junto con sus mecanismos normativos es únicamente su representación más palmaria. No es algo que posea de forma absoluta un grupo o un individuo, del que otros estén totalmente desposeídos. Las relaciones de poder penetran todas las estructuras, son dinámicas, reversibles, fluctuantes, consolidan zonas y ejercicios no unívocos, conforman los discursos y los cuerpos. Toda acción que se realiza detenta algún poder, es a la vez una acción potente – afirmadora de la libertad- y sometida. No hay una zona salvífica ajena al poder, pues en ella no encontraríamos la libertad, sino la muerte. Todo ello  contesta profundamente el modelo dialéctico, que comporta, aún cuando sea momentáneamente, la visión de dos polos cohesionados y enfrentados. Es esta foto fija ontologizadora la que debemos rechazar, por más que una efectiva dialéctica debería entenderse de forma enteramente fluida. Pero aún así, la oposición no sería más que un modelo conceptual por el que aislamos un todo interactuante, con múltiples zonas de fuga y enfrentamientos. El modelo de la complejidad, el caos o la red, asumiendo los nuevos paradigmas físicos y cibernéticos, parecería pues más apropiado.
 
Por todo ello, la identidad individual debe adoptar un modelo más fluido y reticular, sufriendo una segunda pérdida de densidad, (la dialéctica ya era una fluidificación con respecto al modelo sustancial y atómico de la metafísica). Esto puede producir un cierto estupor con respecto a la acción social; el modelo dialéctico parece más efectivo políticamente para la lucha: opresores / oprimidos, falsedad / verdad, dominación / libertad, pero ¿de qué nos sirve una efectividad falseadora? No quiere esto decir que los movimientos sociales, y entre ellos el feminismo, deban abandonar absolutamente las estrategias dialécticas, sino que las utilicen conscientes de su fingida teatralización operativa.
 
Así, si el feminismo de la igualdad ha de replantearse y ampliar sus esquemas ontológicos y gnoseológicos, por el mismo motivo debe hacerlo el feminismo de la diferencia. La diferencia entendida como esencia separada, arcadia perdida, lugar del no poder, nos retrotrae a un maniqueísmo predialéctico. Recuperar esta zona como núcleo de la identidad implica hacer frente a todas las críticas contra el esencialismo que, desde la crisis de la metafísica, ha venido desarrollando toda la filosofía. No obstante, no sería justo menospreciar  las aportaciones del feminismo de la diferencia,  en el sentido de una reivindicación de la identidad femenina que no se entienda como un simple  correlato enfrentado a la masculina, una negatividad definida  por pensamiento androcéntrico, un mero acceso a la igualdad. Buscar lo propio, generar una genealogía y un imaginario, debe seguir siendo, aún con todas las cautelas anti esencialistas, un objetivo necesario.

 Identidad estratégica.

El construccionismo ha ido relegando en los últimos tiempos las corrientes esencialistas, empiristas, dialécticas y positivistas; la textualidad a la filosofía de la presencia, el pensamiento débil a los grandes relatos. Obtenemos de todo ello una suerte de sujeto estratégico, contextualizado. Ello ha tenido una asunción más lenta por parte del feminismo, mis apuestas por ello, por la aplicación de la noción del simulacro al género, tanto en La seducción de la diferencia (1987), como en algunos capítulos  de la Sonrisa de Saturno (1989) o El modelo Frankenstein (1997)  obtuvieron difícil acogida en el panorama del feminismo español, no obstante los trabajos de Linda Nicholson en torno al feminismo y postmodernismo   y sobre todo las aportaciones de Judith Butler en Gender Trouble y Bodies that matter   han generalizado un desarrollo que cada vez tiene más adeptos.
 
Para ello debemos partir de una noción de diferencia que, lejos de indagar en el esencialismo, entiende ésta como la proliferación de la diversidad, teatralización desde el simulacro, autoconciencia de la ausencia en vez de la esencia, apertura a nuevas formas del deseo y la seducción (tal es mi propuesta en La seducción de la diferencia).
 
Sin duda  ello debía beneficiarse de una lectura y reapropiación de las corrientes postestructuralistas, que, sin embargo, estaba por realizar. Ni Foucault, ni Deleuze, ni Derrida – quizás algo menos esté último- otorgan un lugar preeminente en su pensamiento al sujeto femenino. La filosofía de la diferencia no toma en cuenta la diferencia sexual, y el feminismo francés de la diferencia, que acaso debiera estar más cercano, no parte de sus mismos presupuestos, o los utiliza, como es el caso de Hélèn Cixous,  para una vuelta a un cierto esencialismo poético.
 
Cixous retoma la noción de différance derridadeana, como espaciamiento de los significantes y producción de significados, para proponer una misexaulité o proliferación de sexos, y su noción de écriture como mecanismo generador de esa misma proliferación y múltiples sentidos de la corporalidad femenina. Su hallazgo, verdaderamente novedoso, consiste  en su lectura feminista del Falogocentrismo. Para Derrida, a la Phoné, el habla, sede del Logocentrismo occidental y generador de la metafísica se opone a la materialidad de la escritura como elemento liberador, Cixous profundizando en esto último, reencuentra un camino no negativo hacia el habla, hacia el origen, identificándolo con la souffle, el aliento materno, la relación con la madre, toda una religación venturosa con el origen negado a las mujeres y que éstas podemos rescatar. Se cierra así un círculo enriquecedor, sin exclusión, abierto a la multiplicidad liberadora de las diferencias.
 
En el Antiedipo de Deleuze y Guattari, y en La economía libidinal de Lyotard, en cuanto que se efectúa una diseminación del falocratismo freudiano, hay tematizaciones utilizables por el feminismo, tal y como, por ejemplo, las realizará  Sadie Plant, igualmente en la revulsión del lacanismo, como lo efectúa Luce Irigaray. Aunque los planteamientos estrictos de dichos autores son engañosos, desde el punto de vista de una reivindicación real y efectiva de las mujeres.
 
La noción de devenir-femme de Deleuze y Guattari apuntaba un antiesencialismo radical, que, no obstante, se hurtaba al propio proyecto feminista al utilizar el concepto mujer como significante de una cierta fluidificación cultural de los cuerpos aplicable a ambos sexos. Su cuerpo sin órganos o sus máquinas deseantes avanzan, de forma biomaquínica todo un imaginario tan caro a cierto postfeminismo cyborg.
 
Deseos, flujos, diferencias, fragmentación de los cuerpos, microfísica del poder, simulacros... todo un utillaje teórico que, varias décadas más tarde ofrece un magma utilizable para un feminismo inmerso en la cibercultura y que desea desligarse de las pensadoras de los setenta. Sus propaladores originarios, cuando se refieren a la mujer, no dejan de oficiar una galantería masculina y androcéntrica, estableciéndole las concomitancias de sus conceptos más difusos, incurriendo en la falacia de la feminización de la cultura, aceptando la tradicional visión del misterio femenino y utilizándolo ellos mismos  como un significante adecuado para su postura gnoseológico-anarquizante.
 
Y, sin embargo, cabe vislumbrar cómo toda esta cosmovisión postestructuralista que, para el pensamiento en general, agotó su programa, cumpliéndose, en la teoría postmoderna, ha sido el magma, reubicado, distorsionado, llevado más allá de sus límites, en confluencia con otras corrientes, como puedan ser el body-art, la cibertecnología, el movimiento queer, que ha dado lugar al más brillante pensamiento feminista de los noventa.

Pero que el sujeto no sea una esencia no quiere decir que pueda disolverse en una mecánica de fluidos dispersos. Aceptamos que no somos substancia,  alma inmortal y prefijada, que no somos tampoco naturaleza, cuando ésta es un constructo teórico sujeto a los paradigmas y avatares históricos, que no somos por tanto una biología como destino, ni diferencia radical, tampoco agentes sociales férreamente determinados por las condiciones económicas o de clase. Pero, a su vez, todo ello nos constituye de una forma más intrínseca que como meros accidentes. El yo es una creación permanente, a partir de las circunstancias que nos conforman, penetrado por las estrategias de poder que buscan confinarlo, escapando incesantemente por medio de prácticas de libertad con las que intenta subvertirlas, en un proceso, more Foucault, de subjetivación constante, un sujeto que construye su genealogía, y que se elige entre, y contra, los trazos de los poderes que lo constituyen, de los discursos que se hablan a su través, que sin cesar replantea sus estrategias de supervivencia  resistente.
 
Esta transformación constante y ese intento de transcendencia inmanente es el que nos reconduce a hablar más que de una identidad, de una “transidentidad”. Quiero ser igual a mí misma -idéntica- a través de los flujos inestables que me dinamizan. La instantánea que ahora tomo de mí, es igual a quien fui, más todas las transformaciones asumidas, y a la que seré; parte de todas esas modificaciones e incluirá las que me habrán acaecido en el momento de mi nueva toma introspectiva. La  memoria genera una línea continua sobre lo que es dinamismo inestable y mutante. Al igual que Dios tras la zarza ardiendo, yo “seré el que seré”, pero sin que ello implique cumplimiento de una potencialidad prefijada, cifra cabal en el a priori de las almas. No se llega a ser el que se es,  se llega a ser quien se puede, y el resultado requiere el trabajo exigente de la excelencia, el prudente arte de la constancia y el impulso indomeñable de la libertad. Sólo porque ni la naturaleza, ni el alma, ni la historia nos determinan de forma absoluta, podemos llegar a ser sujetos, sujetos a nuestra propia voluntad y designio. En el comienzo no está el pecado sino la ausencia original, no cabe pues lamentar este hueco del que partimos, sino congratularse de él, pues es el garante de nuestra libertad. Libertad de hacer de nuestra vida una obra de arte, bajo el  anhelo nunca cumplido de ser sublimes sin interrupción. Son nuestras elecciones las que se tornan éticas por ser autónomas y bellas, no por su adecuación a una moral universal. La tentación de existir nos condena a ser libres, de entre el cúmulo de posibilidades nos elegimos sin cesar, conformando esa identidad que al fin somos y nos constituye en sujetos. Esta es la transcendencia inmanente, el ir más allá para llegar a nosotros mismos, de la que hablaba antes.
 

Lo transexual como modelo

Esta transidentidad, cuando se aplica al  terreno de lo sexual, busca su  modelo en la transexualidad, entendida ésta más allá de una opción precisa, como la forma difusa en la que los sexos entremezclan sus signos, se proyectan, se eligen, superan el condicionamiento biológico y normativo, abriéndose a un haz de posibilidades, regida más por la seducción que por la reproducción. Es en este sentido en el que cabe  situar la frase de Baudrillard de que hoy “todos somos transexuales”. El sexo  se fragmenta en combinatorias innovadoras. Sexo genético, caracteres primarios, secundarios, apariencia corporal, identidad sexual psicológica, elección de objeto, género, gestualidad, teatralización erótica... no tienen por qué adecuarse a una homogeneidad predestinada. Existe una proliferación de la sexualidad, el erotismo impregna la moda, los mass media, la política... Ello hace, como dijera Roland Barthes que “el sexo esté en todas partes menos en el sexo mismo”, esto puede propiciar cierta melancolía asténica unida a un exceso compulsivo desubicado, pero también la apertura a experiencias diferentes, más allá del falocratismo de una heterosexualidad estereotipada. Es la “desexualización” de la genitalidad que Foucault propugnara, posibilitando nuevas prácticas, nuevas relaciones interpersonales y estilos de vida.
 
El transexual elige su identidad sexual, y en seguimiento de su proceso de inadecuación / adaptación encontramos la mostración de cómo toda identidad sexual es una elección. Según afirma Beatriz Preciado “ El cuerpo es un texto socialmente construido, un archivo orgánico de la historia de la humanidad como historia de la producción / reproducción sexual, en la que ciertos códigos se naturalizan, otros quedan elípticos y otros son sistemáticamente eliminados o tachados” . Esta comprensión del sexo como biopolítica arranca del biopoder foucaultiano, que éste analizara en el origen de las ciencias humanas, en las disciplinas que diseñan una anatomía política del cuerpo y en la biopolítica de las poblaciones, centrada en la normalización del cuerpo-especie: salud, higiene, natalidad... Todo ello configura la puesta en marcha  del gran dispositivo de la sexualidad, que engloba discursos, instituciones, leyes, postulados científicos, filosóficos, morales. Y que se plasma en una serie de ejes: histerización del cuerpo de la mujer, pedagogización del sexo del niño, socialización de las conductas procreadoras y psiquiatrización del placer perverso. Tal genealogía nos muestra sin paliativos el origen  cultural y normativo de lo que hoy entendemos por sexo.
 
Escapar de esta cuadrícula normativa  implica entender la sexualidad como un todo elegible y transformable, y la identidad sexual como una apuesta creativa.
 
Es necesario analizar la construcción del género como estrategia de identidades múltiples, ejercicio de visibilidad policéntrica, dominio de lo público a través del simulacro y apertura hacia nuevas formas de vivenciar el deseo y la seducción.
 
La postura constructivista del género  tiene en Judith Butler una de las teóricas más relevantes. El género no muestra un rasgo interno, es un producto performativo, de toda una serie de repeticiones y rituales que pretenden naturalizarse, anticipando la esencia que se suponen desvelan. Esta performatividad debe entenderse en un sentido lingüístico (el compromiso ontológico (Quine) de los actos de habla (Ryle)), pero también teatral. “En la medida en que las normas de género (dimorfismo ideal, complementariedad heterosexual de los cuerpos, ideales y dominio de la masculinidad y la feminidad apropiadas e inapropiadas, muchos de los cuales están avalados por códigos raciales de pureza y tabúes contra el mestizaje) establecen lo que será inteligiblemente humano y lo que no, lo que se considerará “real” y lo que no, establecen el campo ontológico en el que se puede conferir a los cuerpos expresión legítima” .
 
El género se anticipa como ideal al que debemos ajustarnos, aplicadamente, le conferimos densidad ontológica en nuestro interior y coherencia en la percepción exterior que los otros realizan de nosotros, a través de todas las actuaciones, psicológicas, comportamentales, gestuales, estéticas. El resultado es celebrado socialmente con nuestra adaptación normativa, somos lo que debemos ser y deseamos lo que debemos desear. El ejemplo de la drag queen le sirve a Butler en Bodies that matter  para analizar la teatralización de los gestos que intentan ficcionar una identidad buscada. Es la drag performance la que nos muestra la parodia del género, que de forma subrepticia actúa en la configuración de los géneros pretendidamente naturales ( el masculino y el femenino). Esa actualización reiterada y normativa, que pretende ser la manifestación de una esencia, cuando en realidad es una copia carente de original.
 

 El placer del poder

La ausencia de original es la clave de toda semiurgia, entendida como la génesis de los simulacros y la creación de la realidad a partir de ellos. Proceso éste no sólo a aplicable a la identidad sexual sino conformadora del sustrato de toda la cultura hiperreal y transmoderna  en la que nos encontramos.
 
En la gnoseología clásica la representación lo es de un objeto, y su adecuación a él (adequatio intellectus ad rem) es la clave del conocimiento , así como anteriormente Platón estableciera un paralelismo entre el mundo de las ideas y el mundo sensible, en el que subyacía un grado más de justeza por el que las ideas podían entenderse como copias de las esencias.
 
La cultura postmoderna  ha entronizado el impero de la copia sin original, de la proliferación de signos que no remiten a una esencia u objeto, sino que generan sentidos múltiples, que producen una nueva realidad. Este idealismo hiperreal  nos sitúa en el espacio de los lenguajes, el hipertexto como única realidad nos desposee de ella, el problema surge cuando deseamos transformar las condiciones sociales.
 
En modo alguno el análisis de la semiurgia puede convertirnos en ineficaces socialmente, y ello sólo lo lograremos si esta semiurgia la entendemos también como una simulocracia. Es preciso  no desatender la forma en la que los simulacros producen y perpetúan efectos de poder y de dominación.
 
La hegemonía de la simulación puede tener una acepción negativa: la creencia en la realidad de los simulacros, una suerte de revitalizada naturalización, que nos atrapa fascinados en los nuevos iconos, frente a ello es necesario acentuar una intelección primero crítica y después  de actuación positiva. Únicamente si desvelo los mecanismos por medio de los cuales la génesis de los simulacros produce realidad, puedo hurtarme de sus efectos, lograr que el sujeto sea el dueño de los simulacros, los utilice de acuerdo a sus fines generando por medio de la parodia un efecto irónico, demoledor de su pretendida solidez, y a su vez, ficcione simulacros que le puedan ser útiles, tanto para desarrollar nuevas formas de subjetividad, cuanto para establecer estrategias de acción social.
 
Jugar a las identidades múltiples puede abrirnos renovados espacios de deseo, de autorepresentación, de relaciones, profundizando en un perspectivismo estetico/ético. Condensar momentáneamente esas identidades en la práctica política es una de las estrategias para consolidar espacios de libertad. El efecto de una identidad cohesionada en torno a conceptos como género, equiparación de derechos, paridad, violencia, visibilidad es un momento táctico necesario que no puede caer en la indefinición; las identidades temporales pactadas deben serlo fuertes para lograr los cambios sociales, sin posibilidad de perder tiempo en fundamentaciones metafísicas, en las tentaciones estéticas de la ambigüedad.
 
La simulocracia como dominio de los simulacros no puede permitirse el lujo de  caer en la indefinición propiciada por la certeza de su carácter de constructos. No se trata de boicotear las identidades sino de su producción diversificada, pactada y eficaz. La seducción de la diferencia no lo es de una diferencia esencial, pero tampoco difusa. Para ejercer el poder, igual que para seducir, el artificio de la representación debe ser rico, identificable, marcado. Así, por ejemplo, nos seduce eróticamente la ambigüedad no porque sea un magma indeterminado, sino porque produce signos múltiples, paradójicos, que avanzan el juego, la incertidumbre, el peligro. Sólo hay juego o lucha cuando los rituales tiene unas reglas precisas, en las que podemos ganar o perder. En otro sentido, hay transacción de poder cuando un grupo está perfectamente definido, muestra sus armas, y establece claramente los costes y las ganancias de aquello por lo que pugna.
 
En el ámbito teórico son precisas todas las matizaciones y las sospechas,  pero en la transformación de la realidad no nos puede temblar el pulso, hay que actuar como si la verdad, la razón, la historia, y Dios mismo, estuvieran a nuestras espaldas. Realmente las condiciones son las mismas por las que una representación teatral nos envuelve, sabemos que es una representación, pero suspendemos esa percepción para sumergirnos en ella como si fuera la única realidad. ¿Qué ocurriría si los actores estuvieran siempre advirtiéndonos de que ellos no son sus personajes y de que lo que ocurre es una pantomima? Debemos simultanear el distanciamiento brechtiano o  la ironía postmoderna  con una puesta en escena verosímil, envolvente. Lo primero nos torna inteligentes, lo segundo contundentes.

Es esta nueva astucia de la razón transmoderna la que se solaza con las risas y lo carnavalesco, después de la batalla ganada; mientras tanto, el disfraz ha de ser tan impenetrable como una armadura.
 

   Rosa María Rodríguez Magda
   rrmagda@yahoo.es
 
 

(Comunicación presentada al Xè SIMPOSI DE L’ASSOCIACIÓ INTERNACIONAL DE FILÒSOFES. Barcelona, del 2 al 5 d’octubre de 2002)