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       OPINIÓN
 

UN APUNTE PSICOLÓGICO SOBRE LA LEY BONO CONTRA EL MALTRATO

Por Andrés Montero Gómez*

Al igual que ocurrió cuando se anunciaron su naturaleza y pretensiones, la traducción efectiva de una de las medidas de la Ley de Prevención de Malos Tratos de Castilla-La Mancha, la publicación de nombres de maltratadores condenados, levanta opiniones encontradas. Una parte significativa de estas opiniones adolecen de un acusado sentido político, igual que la propia ley, aunque enmascaradas unas y otras en pretendidas razones de favor o futilidad, e incluso nocividad, de la norma. En puridad, en un intento de despolitizar argumentos, encontramos que existen diversos elementos de influencia contradictoria para los agresores -los efectivos y los potenciales- pero quasi-ningún factor de perjuicio para las víctimas. Podríamos sugerir, por tanto, que se trata de una ley en beneficio de las víctimas. No obstante, permítanme ofrecer un recorrido por las líneas argumentales más relevantes a mi juicio para sustentar la afirmación.

Comencemos por apuntar cuál sería el elemento de perjuicio que eventualmente la publicitación de la identidad de los agresores podría tener en las víctimas, y que por sí solo cuestionaría con peso fundamental la aplicación de la medida. La única cuestión netamente agravante para las víctimas podría derivarse del hecho de que la percepción de una mujer atacada [estadísticamente, quien recibe las agresiones en este ámbito suele ser una mujer, o un menor, o un anciano, pocas veces un varón adulto] con respecto al conocimiento social de su condición de víctima supusiera un elemento más de erosión de la autoestima, de autoculpabilización, de desvaloración o de vergüenza social, en definitiva, de deterioro psicofísico. El legislador, en este punto, ha introducido una medida de seguridad, requiriendo la previa autorización de cada víctima para publicitar el nombre de su agresor. 

Este sistema preventivo ante eventuales efectos de victimización secundaria [en este caso, secundar con sufrimiento añadido el padecimiento que primariamente ocasiona  la agresión] elimina el mayor porcentaje de probabilidad de impacto negativo en la víctima por la aplicación de la ley, pero deja un margen a que se produzca -y aquí entra mi "quasi-ningún" del principio-. En realidad, es inevitable en términos absolutos que las mujeres sufran la victimización secundaria del proceso legal, y el ideal pasar por el diseño y articulación de los instrumentos adecuados para reducir el impacto nocivo al mínimo [puesto que los beneficios del proceso se suponen que van a superar a los costes]. Sin embargo, de la bondad del mecanismo de autorizaciones de la norma quedaría fuera un grupo especialmente delicado de víctimas: aquéllas afectadas por la violencia sostenida y sistemática durante años cuya capacidad de decisión ha quedado de algún modo mermada por determinadas distorsiones cognitivas que comprometen sus apreciaciones. La tortura tiene consecuencias devastadoras sobre determinadas víctimas. En este punto, la repercusión negativa también quedaría minimizada por el hecho de que se publican nombres por sentencias firmes, que en la mayoría de los casos concurren tras varios años de proceso y normalmente cuando la víctima ha logrado re-encauzar su vida. No obstante, habría que arbitrar un mecanismo adicional más que garantizase que la mujer siempre va a contar con asesoría adecuada en el momento de tener que tomar la decisión de si desea que el nombre de su agresor y, por tanto, indirectamente y al menos en su círculo íntimo, el suyo propio, sean publicitados.

En otro orden, por lo que se refiere al agresor, se han atribuido tanto resultados positivos como perjudiciales a la norma. En positivo, se ha esgrimido que la ley supone una culpabilización del agresor y un reconocimiento al sufrimiento de la víctima [algo similar a lo que ocurre con las víctimas del terrorismo]. En contra de la ley se ha argumentado que va en detrimento de la constitucional reinserción del delicuente y que incrementa innecesariamente la culpabilidad del agresor.

La culpabilización del agresor, por tanto, es un razonamiento que se utiliza tanto a favor como en contra de la ley. Unos sugieren que la ley convertirá al agresor en víctima, por cargar sobre él con una culpa añadida a la pena, y otros que es positivo que ver su nombre conocido por todos le haga sentirse culpable. En último término, ninguno de los dos sentidos argumentativos tiene en cuenta que la mayor parte de los agresores de mujeres [si tenemos en cuenta datos sobre eficacia de tratamientos a largo plazo, estaríamos hablando de un 70 por ciento] cuentan con un modelo mental específico, muy encapsulado en su identidad, que les defiende contra cualquier sentimiento de culpa o posibilidad de arrepentimiento. El agresor tipo no se sentirá culpable por lo que ha hecho, y la publicidad de su nombre como agresor de mujeres no supondrá mella en la asimilación de su conducta violenta. Con toda probabilidad, el agresor desarrollará una vía de externalización adicional de la culpa hacia su propia víctima, culpándola de la medida legal además de hacerlo ya de la propia conducta de violencia [el agresor tipo estima que la responsabilidad de la violencia es, de por sí, de la mujer]. Otra cosa son las repercusiones indirectas de rechazo social que pueda apreciar el agresor por la publicación de su nombre, y esas sí pueden tener traducción en términos de aislamiento del delincuente. Ahora bien, sin individualizar cada caso, no es posible determinar a priori si ese aislamiento tendrá un efecto catalizador positivo de cara a la reinserción o, por el contrario, una trascendencia negativa que la obstaculice definitivamente. Habrá que esperar y estudiarlo.

En un balance global ¿tenemos pues algún beneficio?. El más relevante, desde una perspectiva psicológica, tiene dos vertientes. Por una parte, la ley reconoce el maltrato, la violencia contra la mujer, como una amenaza social y si ello se extendiera, definitivamente, a la categoría de consciencia social, las víctimas probablemente tendrían menos problemas (y tienen bastantes) en el momento de orientarse para saber si tienen algún apoyo fuera del contexto de tortura en el que viven. Por otra parte pero en la misma línea, visibiliza simbólicamente una señal de interés colectivo ante la víctima, lo que puede traducirse, con trabajo y a largo plazo, en que las víctimas perciban que existen canales de comunicación, permanentemente abiertos, entre ellas y la sociedad que las rodea.
 

*Andrés Montero Gómez es Presidente de la Sociedad Española de Psicología de la Violencia.
Agosto 2002
 

 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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