Por Andrés Montero Gómez
El fenómeno de la violencia contra mujer ejercida por esposos, compañeros sentimentales o afectivos o, más extensivamente, por desconocidos en forma de una variedad de conductas de agresión que abarcan desde el maltrato psicológico, pasando por diversos modos de acoso, agresiones físicas y sexuales, hasta llegar a mutilaciones o asesinatos, muestra progresivamente el perfil de una realidad que hasta épocas muy recientes tenía en el silencio un muro de alianza que escondía la tragedia de un número incalculable de mujeres. Y aunque actualmente las cifras que intentan hacer aflorar una dimensión más precisa del alcance de la violencia contra la mujer, sobre todo de la producida en el marco íntimo de relaciones afectivas, se benefician de un progresivo aumento de la sensibilización y la concienciación sociales con respecto a épocas anteriores, en gran medida fruto del trabajo de asociaciones de mujeres en multitud de ámbitos, lo cierto es que aún queda mucha realidad oculta por conocer.
El silencio social que rodea a la violencia que padecen 2’5 millones de mujeres en contextos de pareja en España -según datos de la macroencuesta del Instituto de la Mujer del año 2000- está muy ligado a la naturaleza íntima y privada que atribuimos a la relaciones de pareja, en consonancia con las propias ideas y teorías que hemos interiorizado a lo largo de nuestros procesos de socialización. En el marco cultural predominante en muchos de los países donde la violencia íntima contra la mujer supone un elemento de contraste y contradicción en el pretendido progreso de sus sociedades, la cualidad privada conferida a cuanto acontece en el interior de los círculos familiares ha favorecido tradicionalmente una política social de no injerencia en los asuntos domésticos ajenos. Es curioso cómo es posible trazar aquí un significativo paralelismo entre las fronteras establecidas en torno a los hogares tradicionales y aquéllas representativas de las naciones modernas, símbolos ambas de un derecho de soberanía que garantizaba a los Estados, igual que a las familias, un quasi-ilimitado poder de decidir y hacer en el interior de sus confines. En lo referido a los Estados, las relaciones ciudadanas en el interior de sus dominios han venido ajustándose a las legislaciones nacionales, diseñadas por ellos mismos, y en lo relativo a los hogares tradicionales las relaciones entre sus miembros se han definido sobre los ejes marcados por el tipo de disciplina interna y, menos, por la moral imperante. Por tanto, el referente para evaluar el comportamiento de unos y otras se ha situado, tradicionalmente, en parámetros endógenos: los trapos sucios se lavan en casa.
Sin embargo, tanto en hogares como en naciones-Estado las tendencias en la evaluación se han desplazado progresivamente desde el interior al exterior, cursando con la implantación de la noción de derechos humanos fundamentales a modo de concepto básico de convivencia y con la extensión de la co-dependencia asociada a la globalización. Ahora los Estados están sometidos a la fiscalización de los demás, a la observación internacional de su propia casa, y la no-injerencia en asuntos nacionales está limitada [salvo algunos ejemplos de análisis complejo -i.e. China, Turquía, etc] al respeto a unos mínimos de convivencia y a las reglas de juego internacional. El principio de injerencia aparece vinculado -aunque a veces tarde y, cuando se comprometen intereses geoestratégicos parciales de grandes potencias, nunca- al estallido de escenarios de violencia dirigidos desde aparatos estatales contra su propia población -i.e. Kosovo-, cuando las necesidades de resolución exceden las capacidades de los países implicados, o cuando se dan otros condicionantes. Es ese principio de injerencia el que habría que trasladar al ámbito doméstico para responder a escenarios de vulneración de los derechos fundamentales de alguno de sus miembros, para actuar ante violaciones sistemáticas de la libertad individual o del derecho a la salud o a la vida.
La violencia contra la mujer en el seno íntimo de la pareja requiere la intervención social en ese espacio privado para defender los derechos alienados de uno de los integrantes de ese núcleo de relación personal, que ha traspasado traumáticamente los límites de la convivencia. La manera en que los poderes públicos han estructurado sus vías de intervención en la vida ciudadana abarcan desde la ley hasta las medidas de asistencia o de compensación. Pero hace tiempo que los instrumentos públicos no se consideran suficientes para ofrecer una respuesta efectiva a muchos problemas y fenómenos sociales, espacio que han ocupado las asociaciones civiles y las ONG. En el ámbito de la violencia contra la mujer es notable la implicación de la corriente asociacionista y no-gubernamental. En cambio, está por desarrollarse el compromiso ciudadano individual, que debería actuar como puntal de ese principio de injerencia.
En efecto, en la puesta en marcha de pautas de fiscalización de conductas vejatorias o de violencia claramente atentatorias contra los derechos humanos de la mujer se aprecia descompensado el componente, por otra parte básico, de la participación individual. Desde los segundos niveles de la familia nuclear (familia extensa), hasta el propio vecindario donde se conoce el sufrimiento de una mujer agredida por su pareja, la denuncia y la injerencia individual ante lo que ocurre introduciría, de manera directa, el factor de aislamiento, rechazo social primario y presión sobre el agresor que pretende lograrse por medio de otras iniciativas públicas arraigadas en el papel tutelar de las autoridades sobre el ciudadano -p.ej. la publicación de listas de agresores condenados-. En el afrontamiento de la violencia íntima, la primera línea de defensa debería ser el ciudadano que la observa.
Publicado en la revista OeNeGe - Marzo 2001
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