Peces, ranas y otros seres que se enredan con los tentáculos de medusas y pulpos; son éstas algunas de las figuraciones inscritas sobre esculturas, vasijas y cántaros en las obras realizadas por artistas que vivieron en el Paleolítico y en el Neolítico, cuya intención parece ser expresar el movimiento serpenteante de los afectos y las relaciones erótico-sexuales. Los tentáculos son ondas de placer que salen del útero, y que continúan en todo el cuerpo. Así se imagina la especialista en matrística Casilda Rodrigañez a las mujeres de las culturas antiguas, moviendo sus úteros como peces, y haciendo palpitar sus vientres de gozo; vibrando y ondeando como los pulpos y las medusas en el mar.
Según el filósofo Andrés Ortiz-Osés, «accedemos a la primaria simbología de las aguas como `aguas madres’ o aguas preñadas de gérmenes vitales, las aguas son las `matrices’ de la vida, significando lo matriarcal-femenino básico de todo posterior proceso de forma o formación». En este sentido, es significativo que en uno de los mitos que anuncia el triunfo del patriarcado, la amazona a la que Perseo mata, se llame Medusa. A ella y a sus hermanas se las conocía como las Gorgonas, y se las suele representar con un gesto más o menos atroz y la cabellera envuelta en serpientes. Desgraciadamente, ni los golpes certeros de sus hachas de doble filo ni el veneno-protector de sus fieles aliadas serpientes salvaron a estas amazonas de la decapitación. También ellas fueron degolladas a manos de sus enemigos, como lo fue siglos después Olympe de Gouges en la revolución francesa, precisamente por defender que las mujeres nacen libres, por afirmar que «los derechos naturales e imprescriptibles de todas las personas son la libertad y, sobre todo, la resistencia a la opresión».
Dice la leyenda que la cabeza de Medusa fue goteando sangre en su vuelo por los desiertos de Libia, y cada gota de sangre se transformó en una serpiente. Paradójicamente, hoy como ayer, nuestras hermanas libias están siendo aniquiladas, neutralizadas, desautorizadas y/o «invisibilizadas por una revuelta abrumadoramente masculina e ideológicamente conservadora». Desde Trípoli, el colaborador de GARA Alberto Pradilla confirma en un reciente artículo que «la guerra libia se ha desarrollado bajo el absoluto dominio de los hombres, y a las mujeres les ha tocado lidiar con la retaguardia; han estado a cargo de la comida y de los hospitales». Es evidente que una sociedad tan marcadamente conservadora como la de los rebeldes libios no ve con buenos ojos a las mujeres guerrilleras. Pero ¿qué sociedad erigida sobre los cimientos del reino y la gloria de los señores patriarcas reconoce y honra a sus guerrilleras? Contra las guerrilleras, contra las amazonas, contra las mujeres libres de todos los tiempos se han lanzado y se lanzan flechas envenenadas.
Como consecuencia de la violencia enraizada en la misoginia, las mujeres que deseamos ser libres estamos heridas, y la herida es muy profunda, pero dejemos ya de lamernos las heridas, es el momento de pasar de la inocencia a la responsabilidad. No nademos en la superficie, buceemos hasta el fondo, donde están enterradas nuestras armas, nuestra memoria activa y otros tesoros de valor incalculable. No nos conformemos con una versión facilona y pegadiza de la historia mítica y popular.
Recientemente he leído en las páginas de este periódico el artículo titulado ¿Los peces ven el agua? escrito por Mari Carmen Basterretxea, doctora en filosofía de los valores, en el que (sin ella pretenderlo, estoy segura de que su intención no ha sido ni moralizante ni castrante, sino todo lo contrario) se perfila un discurso profundamente esencialista, que inevitablemente refuerza y fomenta una de las estrategias clave de la dominación masculinista, a saber, la relación binaria entre cultura (lo propiamente masculino, lo activo) y naturaleza (lo propiamente femenino, lo pasivo). Basterretxea reflexiona sobre los modelos y valores culturales prepatriarcales y los opone a los valores del capitalismo avanzado vigente en nuestros días. Insiste en que tal modelo cultural, capitalista y patriarcal, se impuso en nuestro pueblo hace unos pocos siglos, ya que «los vascos teníamos otro modelo cultural, el modelo matrilineal».
Los vascos, explica, «observaron que las características de la `Madre Tierra’ son similares a las actitudes que tiene la mujer vasca: generosa, madre, cuidadora de sus hijos y familia, la que alimenta, protege, la que enseña y transmite el modelo cultural en la transmisión oral». Sinceramente, este discurso (el discurso en sí mismo, y no la persona que ha escrito el artículo, repito, no quisiera que nadie se sintiera ofendida con esta crítica) segrega una sustancia urticante y paralizante que me deja helada, esta apología del esencialismo misógino vasco es más tóxica que la picadura de una medusa asesina.
No nademos en la superficie. Nuestra libertad está en juego. La antropóloga Teresa del Valle ya nos advirtió, ¿lo hemos olvidado?: «El matriarcado vasco sería una especie de ilusión histórica creada a partir de una construcción cultural que partiría de la diosa Mari». Por su parte, Anuntxi Arana, experta en mitología vasca, detecta una especie de «Marimanía» (cuando se identifica a esta divinidad con Ama Lur) en la interpretación actual del mito. No niega que esto pueda servirnos para poner en marcha nuestro proyecto nacional en clave feminista, necesitamos modelos y anti-modelos, de la misma manera que los griegos los encontraron en Homero. En esta búsqueda de identidad, por supuesto, debemos interpretar los mitos a nuestro antojo, y hacer que digan lo que deseamos oír. Según Arana, el destino del mito no es otro que ser reelaborado y manipulado. En Francia tuvieron su Clovis, su Jeanne d’Arc, o mejor aún, el pueblo checo tuvo a su heroína, Libuse, quien según la leyenda, profetizó la fundación de la ciudad de Praga desde su castillo, donde convivió con sus amigas y amantes sin dejar que los hombres accedieran a su espacio íntimo. Este último modelo de convivencia (sin dios, ni marido, ni amo) se me antoja mil veces más estimulante y placentero que la familia tradicional (sea una modélica familia euskaldun, rusa o japonesa).
Hay que andar con mucho tiento, porque si no somos rigurosas en la elaboración del discurso, cabe el peligro de retroceder en la lucha alimentando nuevamente el sistema simbólico sexista. Por cierto, este sistema simbólico sexista al que nos referimos, atribuye a Mari una relación directa con la tierra (la naturaleza, lo femenino, lo intuitivo, lo cruel, irracional e ilógico), negándole así el reino de los cielos (el poder, lo elevado, la cultura, lo racional), cuando en realidad, la Dama de Anboto (Goianderea), se desplaza por el aire como un rayo, provocando las tormentas. ¿Vamos a seguir permitiendo que los hombres ostenten el monopolio de las alturas? ¿Por qué no reivindicar una bandada de veloces Libuses transmaricabollos como refundadoras y recreadoras de nuestro pequeño y rebelde país?
Sin duda, es hermoso y reconfortante imaginar que en un tiempo anterior a lo que denominamos patriarcado, en Euskal Herria (y en otros pueblos libres del mundo) se desarrollaron culturas con una estructura matrilineal (pueblos de mujeres libres, de gente libre en definitiva). Todas hemos transitado por la senda de este sueño hipnótico. Esta idea o creencia puede suponer, como explica Judith Butler, «una fuente potencial de sublevación o rebelión que se compromete a derrocar la ley y establecer un nuevo orden, sin embargo, se vuelve políticamente problemática cuando exige que el futuro concrete una noción idealizada del pasado, o cuando sostiene, incluso sin percatarse, la reedificación de un ámbito precultural de lo femenino auténtico». Como es el caso de la evocación de la auténtica madre, auténtica cuidadora y soporte de la familia nuclear . ¿Qué modelo político y cultural se está transmitiendo por medio de estas afirmaciones antifeministas y antiliberadoras en su esencia? No son otra cosa que afirmaciones y pretensiones que aluden a un ideal nostálgico y limitado, el cual se opone a la necesidad actual de analizar el género como una construcción cultural compleja, y que tiende a servir para finalidades culturalmente conservadoras, ya que muchas veces se basa en ficciones presupuestas que contienen ideales normativos problemáticos. No nademos más en la superficie, mejor desenterrar las armas ocultas en el fondo y combatir con la ferocidad de los tiburones la dialéctica misógina, porque dicha dialéctica es opresiva, y supedita al conjunto de la ciudadanía a jerarquías de género y a relaciones de subordinación.
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