Decía la delegada del Gobierno contra la Violencia de Género, Encarnación Orozco, el 22 de agosto de 2006, cuando ya se contabilizaban 50 hombres que habían asesinado a otras tantas mujeres, que “(las mujeres maltratadas) siguen sin ser conscientes del riesgo que corren”. Nadie dudará de que la inmensa mayoría de las mujeres (no sólo las maltratadas) confían en “sus” hombres más que en ninguna otra persona en el mundo; porque o bien tenemos experiencia directa (personal o de mujeres que conocemos), o disponemos del conocimiento necesario para saber que la socialización secular y también actual “obliga” a las mujeres a confiar, hasta la muerte, en los hombres que eligen como novio, compañero o marido.
Desde hace menos de una década (1997, con el asesinato llevado a cabo por José Parejo Avivar a su mujer, Ana Orantes, en la población de Cúllar-Vega, en Granada) se está visibilizando en los medios la violencia de género. La sociedad ha dado un paso de gigante al conocer este invisible tipo de violencia masculina, y este importantísimo hecho se debe a los medios de comunicación. Casi una década de información sobre violencia de género nos exige una reflexión sobre su tratamiento. Cada día nos ofrecen datos sobre el estado de la cuestión: se cuentan las muertas con precisión y se ofrecen noticias estadísticas de cuántas asesinadas (muertas) hay en lo que va de año; se ofrecen datos por comunidades autónomas, por edad, procedentes de la inmigración, y se comparan con años anteriores; muchas veces para concluir que la sangría sigue a pesar de las leyes. Se piden declaraciones a quienes son responsables gubernamentales que, razonablemente, desde que se aprobó la ley en diciembre de 2004, han transmitido la idea de que la Ley integral no era la panacea a corto y medio plazo para evitar que los hombres que matan, lo sigan haciendo. Las medidas de sensibilización y prevención, afirman, son más importantes para evitar que los hombres asesinen que las medidas asistenciales, policiales y judiciales que, aunque absolutamente necesarias, alivian la situación inminente de las víctimas pero, a largo plazo, por sí solas, no las pueden evitar.
Además de otras actuaciones fundamentales en el campo de la educación, entre las medidas de sensibilización y prevención que contempla la Ley integral de violencia de género respecto a los medios de comunicación, el artículo 14 recoge que “fomentarán la protección y salvaguarda de la igualdad entre hombre y mujer, evitando toda discriminación entre ellos”. En general, las representaciones de las mujeres y los hombres desde los medios de comunicación no son equiparables, no transmiten la idea (fundamental para evitar el comportamiento despreciativo y humillante de estos hombres hacia las mujeres, que es la razón por la que, algunos, las matan) de que las mujeres son un grupo digno de respeto y absoluta consideración, tanto como son los hombres. No sólo se trata de la representación del cuerpo de la mujer que sirve, básicamente, para el goce y la complacencia de la mirada masculina (goce y satisfacción a los que muy pocos están dispuestos a renunciar (¡soy un hombre! -dirán-). Se trata, también, de la sobrerrepresentación de las mujeres como cuidadoras y servidoras (de personas dependientes, de la infancia y de quien las necesite) en papeles secundarios, dependientes, no pagados y desvalorizados socialmente cuyo efecto no es sólo solucionar el grave problema de atención a estos colectivos, sino fijar los modelos de feminidad que no rompan con la tradición patriarcal del mito de la servidumbre y la abnegación (de las mujeres). Los roles o papeles que los medios, mayoritariamente, todavía hoy elaboran y se fijan en el imaginario de nuestras niñas y adolescentes, las conducen, irremediablemente, hacia relaciones de dependencia y sumisión que las desarma en sus relaciones con los jóvenes (más del 40% de las chicas consideran una prueba de amor determinadas formas de maltrato de su chico). Los contenidos que construyen relaciones heterosexuales (no sólo por parte de los medios, sino también por el cine, los videojuegos e Internet) conducen a las jóvenes, mujeres con el tiempo, a situaciones no revisadas racionalmente que implican sufrir actuaciones futuras de riesgo, pero que empiezan como faltas de consideración, desplantes y desprecios del amigo, novio o marido quien, en el mejor de los casos, puede decidir no llevar a cabo estos comportamientos masculinos permitidos socialmente.
La investigación sigue mostrando que los medios de comunicación discriminan positivamente lo masculino destacando, reiteradamente, sus hazañas políticas, militares, deportivas y de cualquier tipo, con gran despliegue de medios y recursos, al mismo tiempo que cuidan, en exceso, sino con benevolencia, comportamientos misóginos, incluso los que son punibles: “... todo parece indicar que se trata de un crimen pasional” recoge la noticia. Los asesinos no son los culpables de la violencia contra las mujeres, sino la entelequia “violencia doméstica” que desenfoca y no señala con el dedo al hombre que mata: “Un nuevo caso de violencia doméstica”; las mujeres “mueren”, no son “asesinadas”; quien comete un delito es un delincuente, pero nunca encontraremos este vocablo en una información sobre violencia masculina. Se evita la palabra “asesino” para utilizar abundantemente “hombre”: “Una mujer muere víctima de la violencia doméstica; posteriormente el hombre intentó suicidarse”. Y en contra de la ética periodística, se identifica en muchísimas más ocasiones a la víctima que al asesino.
Al mismo tiempo, los medios mantienen intactas las formas fundamentales de discriminación negativa de las mujeres estrechando, de manera escandalosa para los tiempos que corren, la representación de los múltiples y variados roles que como personas están llevando a cabo en la sociedad. Que en los medios aparezcan las mujeres en papeles tradicionales, secundarios y desvalorizados, en la mayor parte de las ocasiones, no sólo no ayuda a combatir la violencia de género, sino que fomenta y fortalece determinados comportamientos masculinos basados en la ideología de la supremacía de los hombres; esta es la razón fundamental por la que los maltratadores y violentos se creen con derecho a ejercer la fuerza, el desprecio y el poder sobre las mujeres con las que conviven. Léanse las sentencias publicadas en Castilla-La Mancha sobre malos tratos; si las noticias dieran publicidad a los hechos probados, verían qué parecidas son las descalificaciones verbales con que los maltratadores se refieren a las mujeres y la carga de desprecio que conllevan.
Si a lo anterior sumamos la escasa actividad solidaria de los hombres no maltratadores y la casi nula aparición en los medios de comunicación del escaso grupo de quienes se colocan al lado de la lucha de las mujeres, el resultado es que, objetivamente, los asesinos no pueden detectar, y por lo tanto sentir, el repudio y desprecio de sus iguales, que podría hacerles reflexionar sobre su comportamiento delictivo. Decía una mujer apuñalada por su exmarido, la directora del Institut Balear de la Dona, que su marido nunca la habría maltratado si la hubiese considerado una igual. Si una característica común tienen los hombres maltratadores es que no respetan lo femenino porque no consideran a las mujeres como sus iguales. Este tipo de hombres, que conciben la virilidad como dominadora y controladora de las mujeres, sólo respeta a sus iguales, los hombres; si estos no se involucran activamente y toman posiciones claras y continuadas (no a salto de campañas publicitarias del 8 de marzo o 25 de noviembre) que sean recogidas y destacadas en los medios de comunicación, mucho me temo que los cincuenta asesinos que se llevan contabilizados en este 2006, se verán acompañados en su macabro comportamiento por muchos otros antes de que finalice el año.
Dra. en CC. de la Información, es investigadora y formadora en políticas de género y medios de comunicación.
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