Graciela Atencio
Nos matan desde los inicios de la sociedad humana, desde que quisimos construir un mundo sin jerarquías, sin la supremacía de las guerras -génesis contra natura de los pactos de convivencia pacífica-.
Nos matan desde que nos pusimos de pie e intentamos proclamar una igualdad que nunca hemos alcanzado hasta ahora.
Nos matan en un presente perpetuo por la fuerza bruta cuando, aún defendiéndonos en ese acto final, no podemos evitar que nos arrojen por una ventana, nos estrangulen, nos atropellen por la calle, nos den una cuchillada, un balazo o un golpe preciso.
Nos matan simbólicamente millones de veces en una vida cuando violan y vejan nuestro cuerpo o nos maltratan física y psicológicamente.
Cuando abusan sexualmente padres o extraños siendo niñas.
Nos matan cuando nos venden como esclavas sexuales, nos obligan a ejercer la prostitución o a ser objeto de la pornografía.
Nos matan cuando nos desplazan en las guerras, nos secuestran para enrolarnos en los ejércitos o nos violan sistemáticamente los distintos bandos que participan en conflictos armados.
Nos matan cuando mutilan nuestros clítoris, nos obligan a engendrar hijos o a parirlos o nos someten a una heterosexualidad forzada.
Nos matan cuando nos acosan sexualmente en el trabajo, nos pagan menos que a los hombres por igual desempeño o no reconocen nuestras tareas de amas de casa como una labor remunerada.
Nos matan cuando a las campesinas nos prohíben ejercer nuestro derecho a poseer la tierra o no nos dejan heredarla.
Nos matan cuando no nos permiten ir a la escuela o a la universidad. O nos suprimen sutilmente la posibilidad de estudiar cierto tipo de carreras.
Nos matan cuando no nos dejan acceder a puestos de poder en la política, las fabricas, las empresas, los medios de comunicación...
Nos matan desde el Estado cuando minimizan estas y otras tantas prácticas femicidas.
Nos matan desde la tiranía del lenguaje, que, en su genérico, nos subsume al masculino y así, hombres y mujeres son hombres, a fin de cuentas las mujeres empezamos a ser invisibles en el lenguaje.
Nos matan cuando colonizan nuestros cuerpos con finitos y fracasados discursos del poder o con la hegemonía androcéntrica de las ideologías.
Nos matan con distintos catálogos de la barbarie. Y aunque en Ciudad Juárez se dan casi todo tipo de prácticas femicidas, toleradas, amparadas y protegidas por el estado mexicano, la urbe fronteriza ha asimilado el catálogo más atroz: el modelo del holocausto, que aniquila a mujeres de ciertas características, operado con un funcionamiento similar al de los campos de exterminio. Y no importa el número de asesinadas y desaparecidas, reducir esas mujeres a un número es cosificarlas doblemente. Importa la maquinaria concentracionaria que funciona de manera sigilosa, premeditada, organizada dentro de una pirámide cuya cúspide es hermética y eficaz. En la cima, empresarios y narcotraficantes, con el apoyo de sicarios o asesinos en serie, celebran rituales de placer en los que sellan pactos de fraternidad a través de orgías sexuales, gestadas desde el secuestro y el cautiverio de jóvenes mujeres, que luego violan, torturan, mutilan y asesinan (el periodista y escritor mexicano Sergio González Rodríguez documenta en Huesos en el desierto, editorial Anagrama, 2002, una profunda y detallada investigación que desenmascara el vínculo de estos prominentes empresarios con los crímenes; en esa misma línea, se inscribe el trabajo de la periodista mexicano-estadounidense, Diana Washington Valdez, en un libro de próxima aparición en los Estados Unidos, Harvest of Women: A Mexican Safari).
Por debajo están los incondicionales del sistema: funcionarios de gobierno, hampones de poca monta y varones asociados, que se hincan al absolutismo y las funciones del campo impuestas por los amos: ser un engranaje dentro de los circuitos de detección, búsqueda, secuestro, cautiverio y tratamiento de los cuerpos de las víctimas ya sin vida (luego desaparecidos o arrojados en baldíos).
En cualquier política de exterminio, la aversión contra un grupo determinado de personas, en este caso, de mujeres, jóvenes, morenas y pobres, esconde, en definitiva -como bien lo descubrió en carne propia Primo Levi (Si esto es un hombre, Taurus, Muchnik Editores, 2002)- la aversión de lo que es diferente a los asesinos y sus cómplices. Esa ‘otra’ merece ser eliminada. Merece ser perseguida, aterrorizada, hostigada, usada, desechada, según la ideología de los victimarios. Y aunque el hueco epistemológico y el hoyo negro no permiten justificar este exterminio ni ningún otro, la ideología superficial no les pertenece a ellos ni a la máquina criminal, sino a la sociedad que ha consentido y promovido la creación de tecnologías encargadas de subestimar, humillar, oprimir y matar a las mujeres. El estado totalizador sólo se encarga de normalizar esas prácticas secularizándolas en circuitos supuestamente cerrados y ajenos a la sociedad. El estado avala la política de exterminio. El estado sostiene la pirámide sobre la que los señores del poder han diseñado su estructura jerárquica. La pirámide a su vez, funciona como una entelequia: se autorregula y permanentemente se va delimitando a sí misma.
Circuitos protegidos por el estado que hacen rodar el engranaje de toda la maquinaria, dirigidos por los señores del poder. Dirigidos, no controlados. Porque aunque los poderosos creen que controlan totalmente las operaciones, en sus despliegues caciquiles hallan líneas de fuga y caos.
En la base de la pirámide, un grupo se encarga de buscar las jóvenes y de secuestrarlas; o un número determinado de individuos las preselecciona y otro las rapta: policías municipales o estatales, miembros de pandillas o de clanes narcos asociados a los señores, empleados de empresas vinculadas al narcolavado (hay testimonios que involucran a personal de las escuelas de computación ECCO, una cadena de zapaterías y la tienda de discos, Paraíso Musical (ubicada en el centro de la ciudad), en este proceso del engranaje.
Están los que hacen la tarea de la servidumbre: cuidan, alimentan y supervisan el cautiverio de las víctimas. ¿Dónde? Informes extraoficiales señalan que los sitios han ido variando. No resulta difícil inferir que las mantienen en casas especialmente asignadas para el cautiverio y que éstas se van reciclando y cambiando de paradero para esterilizar la operación.
Los que se deshacen de las mujeres: las arrojan en baldíos, las entierran en cementerios clandestinos o usan técnicas macabras con el objetivo de no dejar rastros de la existencia de sus cuerpos. Estos hombres también pertenecen a la base de la pirámide y se puede inferir por la jerarquización estricta que hay dentro de las bandas de narcos y de las castas de micropoder impuestas por los señores, que no disponen del destino de las víctimas ni tienen derecho a utilizarlas como objeto de placer.
En el circuito intermedio de la pirámide se encuentran los que saben, consienten, protegen a los capos y dan rienda suelta al círculo de la impunidad y de la barbarie, con acciones quirúrgicas destinadas a colocar otra puesta en escena desde donde amputan la verdad y legitiman la mentira (y sino, ver el montaje que la Procuraduría General de la República realizó para atraer a seis casos de asesinadas, que en una primera investigación, en abril de 2003, fueron ligados al tráfico de órganos y luego se comprobó que el testigo y los implicados, narraron una historia infantil y ridícula, que olía a fabulación para desviar una vez más la atención de la línea de investigación que conducía al esclarecimiento de los crímenes).
Los amos también echan mano de los medios de comunicación y de la publicidad pagada por el estado; estos distraen y construyen una versión burda del modelo de propaganda, basado en la minimización de la patología social y en la supuesta eficacia del gobierno en el combate al delito.
Gobernadores del estado de Chihuahua, el actual, Patricio Martínez y el anterior, Francisco Barrio, miembros de la policía municipal y estatal, miembros de la Procuraduría General del Estado y de la Procuraduría General de la República, jueces y oficiales de la justicia, secretarios de estado del gobierno federal, funcionarios allegados al presidente de la república, Vicente Fox, editores y reporteros de publicaciones, se funden en este circuito del engranaje. Los que dan las órdenes y los que las obedecen llevan a cabo operativos con guiones inverosímiles: borran pruebas de los crímenes o fabrican falsas evidencias que inculpan a ‘chivos expiatorios’; persiguen, vigilan y amenazan a familiares de las víctimas, a integrantes de organizaciones de derechos humanos, a defensoras y defensores legales; compran el silencio de testigos y de familiares o los ‘eliminan’; rompen o disuelven asociaciones que buscan la justicia; crean nuevas corporaciones encargadas de administrar justicia (la fiscalía especial mixta, nacida a finales de enero de 2004) para tranquilizar a ongs extranjeras o a la Organización de Naciones Unidas; o simplemente informan a la sociedad chihuahuense sobre la leyenda negra de Ciudad Juárez, que ¡injustamente circula por el mundo!
En conjunto, institucionalizan el oscurantismo, reciclan la solidez de la pirámide y de la maquinaria concentracionaria. Y no importa que cambien los presidentes, los gobernadores, los secretarios de estado, los procuradores, los jueces, los editores. En estos 11 años eso ya ha ocurrido y la mafia narcofascista sigue ahí, detrás, ofreciendo una dotación de billetes a funcionarios de anticuario o advenedizos, digitalizando el proceso, la automatización de la toma de decisiones, dosificando la violencia, el terror y el control sobre la población civil, generando más pobreza, más miseria, más calamidad.
Es probable que los miembros de ambos segmentos de la maquinaria represora que participan en estas tareas no se consideren cómplices directos del femicidio. “La fragmentación del trabajo suspende la responsabilidad moral, aunque en los hechos siempre existen posibilidades de elección por mínimas que sean”, explica en Pilar Calveiro (Desapariciones, Taurus, 2002), superviviente a un campo de concentración argentino y estudiosa del fenómeno concentracionario.
“Se aprende más fácilmente a torturar que a describir la tortura”, esboza el dramaturgo alemán Heiner Müller (Heiner Muller Reader: Plays, Poetry, Prose, Carl Weber, Editor PAJ Books Series, 2001). Todos los que forman parte de la pirámide lo hacen muy bien. Directa o figurativamente. Pero algunos de ellos, los de la cúspide, presidentes de corporaciones multinacionales, ilustres empresarios locales cuyos nombres, homónimos a los de sus abuelos o padres, han bautizado avenidas o patrocinan ‘planes estratégicos’ de crecimiento de la ciudad, obras de beneficencia y hasta alguna organización no gubernamental que lucha contra la violencia de género. Entremezclados entre gentes de bien, presumen sus fortunas y su reputación, originadas en preceptos tan primitivos como el saqueo y la intimidación hacia los otros y las otras con dinero o con pistolas.
El holocausto se multiplica con distintas performances en varios lugares del planeta. Estamos a la deriva de nosotras y nosotros mismos. Somos yos naufragados en el océano civilizatorio. Siempre que el poder tenga la razón se niega la condición humana.
República fascista de Salò, 1944, cuatro señores: un presidente, un obispo, un juez y un hombre de negocios se reúnen en un palacio. Previamente han ordenado secuestrar a 16 adolescentes, ocho mujeres y ocho varones. Atrapados en un escenario orgiástico, los jóvenes serán sometidos a torturas y vejaciones múltiples y sus vidas se convertirán en fetiches de los capos del stablishment. Pier Paolo Pasolini descuartiza en la película Salò o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975, DVD, Bfi video Publishing, 2001 edition)” una realidad repulsiva y difícil de sobrellevar visualmente. Enseña, desde su estética mórbida y provocativa, que el horror se cuece en el centro mismo del poder, porque “lo que mejor caracteriza a todo poder es su natural capacidad de transformar los cuerpos en cosas”.
Decepcionado de su país natal, el cineasta se quejaba: “he terminado aceptando a Italia tal cual es ahora. Un inmenso pozo de serpientes donde, salvo alguna excepción y algunas míseras élites, todo es serpientes, estúpidas y feroces, indiferenciables, ambiguas, desagradables”. La perspectiva androcéntrica de Pasolini no escapa a su propia debilidad: reconocer que el patriarcado nació también para convertir a la violencia en un escudo, en un pilar que lo sostuviera. Dice el guión de Salò en boca de los verdugos: “El principio de toda grandeza en la tierra está bañado en sangre”.
¿Sirve de algo imaginar o tratar de reconstruir lo que esos hombres hacen con esas jóvenes en sus mansiones, en sus ranchos, en sus propiedades custodiadas por aprendices de sicarios, o en casas destinadas especialmente para los rituales? ¿Por qué seguir llamándolo rituales cuando en realidad son sesiones de tortura y asesinato, dictámenes de pena de muerte por ser mujeres, pobres, mestizas y con una vida por delante? ¿Por qué tiene que ser una ilusión que los verdaderos asesinos vayan a la cárcel y paguen con el repudio de la sociedad a la que pertenecen? ¿Por qué el femicidio de Ciudad Juárez o la matanza sistemática de mujeres en Guatemala, El Salvador, Colombia y países de otros continentes, no impactan en la opinión pública internacional como la guerra de Irak, el conflicto palestino-israelí o la amenaza del terrorismo integrista?
El holocausto contra las mujeres, sólo por el hecho de ser mujeres, siempre se ha asimilado de manera natural...
El discurso dominante de periodistas, narradores, publicistas, ingenieros de entertainment, cuando se refieren a la violencia contra las mujeres, toman al cuerpo femenino como “vaciadero de basuras”, receptáculo de la devoción por la sangre, de la penetración sin consentimiento merecida.
Las mujeres nos topamos todos los días con decenas de íconos, imágenes, figuras, símbolos que sacralizan la violencia, le rinden pleitesía, la adoran, la pontifican.
¿Por qué tenemos que seguir soportando que se nos imponga la identificación de la violencia con los victimarios?
En la reunión privada que madres de las víctimas tuvieron con Irene Kahn, directora de Amnistía Internacional, en agosto de 2003, en Ciudad Juárez, en el marco de la presentación del informe Muertes intolerables, solicitaron a la organización de derechos humanos a la que ella representaba, algo que iba más allá de encontrar a los culpables, la denuncia del hostigamiento del gobierno o las dificultades económicas que les impide vivir dignamente y contar con recursos para sostener abogados de sus casos.
“No nos dejen solas”, reclamaban. Pedían un acto amoroso. No cuantificable. Y sin embargo, el estado y la sociedad juarense las dejaron solas.
Y solas -salvo honrosas excepciones como las ongs Justicia para nuestras hijas y Nuestras hijas de regreso a casa - batallan. Y su batalla es la de todas y todos los que no tienen voz en este mundo, de los que han sido avasallados por la globalización, por la impiedad del sistema.
Ninguna sociedad puede escapar a sus miserias. Tarde o temprano la sociedad juarense y mexicana asumirán la política de exterminio contra las mujeres como un fenómeno universal y propio, nacido en sus entrañas. La resistencia aún no es sólida. No hay indicios de que colectivamente vaya a asumirse la violencia contra las mujeres como un problema estructural, que en sus extremos permite que un grupo de señores mate sistemáticamente a mujeres y que el estado avale esa práctica. La psicoanalista Laura Bonaparte, con siete desaparecidos en su familia, madre de Plaza de Mayo, línea fundadora, organización que denunció en la década del ’70 miles de desapariciones en Argentina, analiza la situación en Juárez y advierte que “cuando no se hace justicia, la sociedad enloquece de rencor y desconfianza. Se incuba el miedo y se producen trastornos, no sólo en los familiares directos sino en toda la comunidad. Prevalece el egoísmo, la indiferencia, la falta de solidaridad y esto finalmente provoca que la ciudadanía no se una para luchar contra los genocidas”.
Pero se empieza por el reconocimiento del horror. En ese proceso, ¿nos iremos acercando a la salida?
Mientras tanto, en el aquí y ahora esas madres esperan una contención afectiva y psicosomática por parte de un sector mayoritario de los juarenses y no sólo de grupos vinculados a los derechos humanos. No quieren migajas de lástima...Desean que la comunidad y las autoridades les den un trato respetuoso, añoran movilizaciones multitudinarias exigiendo justicia, pensiones económicas que les alcance para llegar a fin de mes y que les facilite la lucha por encontrar a los asesinos.
Los juarenses no han comprendido aún que esas muertas, esas desaparecidas, son sus muertas, sus desaparecidas.
El horror se palpita en cruces rosas, levantadas donde fueron hallados los cuerpos de algunas víctimas; en fotografías de niñas y jovencitas pegadas sobre los postes de luz de las calles, con la leyenda: “Se busca”; en el dolor de los rostros y las miradas de esas madres, que no entienden la atrocidad desplegada sobre los cuerpos de sus hijas y la consecuente complicidad del poder; en la tristeza infinita de los familiares de las desaparecidas, condenados a no hacer el duelo mientras no se materialice el cuerpo de su ser querido; en la “existencia provisional”, eso que el psiquiatra Víctor Frankl (El hombre en busca de sentido, Herder , 2001) entendía como “pérdida del dominio de la vida dentro del campo”, que reduce la cotidianeidad de miles de mujeres a sentirse presas potenciales de un secuestro, una violación o un asesinato.
La iglesia católica repite sus consignas desde la escritura y sanción del Maellus Maleficarum (El martillo de las brujas) en 1448. Las autoridades eclesiásticas mexicanas callan. Saben lo que algunas y algunos conocemos acerca de los crímenes de mujeres. Tendrán sus motivos para callar. La Santa Inquisición sistematizó la primera política de exterminio de las mujeres, el primer tope legal amparado por el estado que nos pusieron para que no peligrara el patriarcado (The age of sex Crime, Jane Caputi, Popular Press, 1987). Habría que preguntarle a los profanadores de la fe, ¿qué significan para ellos esas cruces rosas de hijas sacrificadas en nombre del reino de Dios diseminadas por la ciudad?
En Juárez, el mundo está hecho a imagen y semejanza no de dios sino de una versión omnipotente y sobredimensionada de aquellos varones que se erigen a sí mismos dioses sobre la tierra. ¿O acaso los señores no se sienten todopoderosos en su territorio cuando, en noviembre de 2001, ordenan arrojar ocho cuerpos de mujeres en un campo algodonero ubicado frente a las instalaciones de la Asociación de Maquiladoras de Ciudad Juárez? Su religión los preteje de los males que fabrican. Ellos secuestran, violan y matan a esas niñas y luego van a misa y hacen donativos de caridad porque de todas maneras creen, como sostiene uno de los personajes de la última película de Almodóvar La mala educación que “dios está de nuestro lado”.
Y la ciudad toda se vuelve un campo de concentración donde los señores no sólo ensayan sus rituales, también construyen otras formas de opresión y engendran nuevos excluidos y excluidas.
Evita calles oscuras y desoladas
No hables con extraños
Si crees que alguien te sigue, voltea. Si te siguen, grita, cruza la calle y dirígete a una patrulla o a lugares donde haya gente
No vistas provocativamente
Lleva un silbato
Cuando salgas de tu casa deja dicho donde vas y a que hora regresas
Deja las luces de tu casa prendidas
Pide a alguien que te espere en la parada del camión o en la esquina de tu casa
No aceptes bebidas de extraños
Si sufres algún ataque no grites “Auxilio”, grita
“Fuego”, así más gente hará caso a tu llamado
Lleva las llaves de tu auto o casa listas ya que si las buscas hasta que llegues es momento propicio para un ataque
Si de algún auto te hacen alguna pregunta, mantente a una distancia considerable para que no te jalen hacia adentro
Confía en tu instinto; si crees que algo no anda bien o no te sientes segura, retírate del lugar o pide ayuda
No te expongas a ser parte de las estadísticas; A la policía Municipal le compete prevenir crímenes Ayúdanos cuidándote
Recomendaciones efectuadas por las autoridades de Ciudad Juárez a las mujeres, en enero de 1995, publicadas en tres anuncios en los periódicos El diario y Norte. Tomado del ensayo Baile de fantasmas, de María Socorro Tabuenca Córdoba, incluido en la compilación Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos, Biblioteca de América, 2003.
María trabaja por las noches en una cantina típica del centro de Ciudad Juárez, en la que desfilan narcotraficantes, sicarios y coyotes (traficantes de humanos). Tiene 25 años y fue a buscarse un porvenir al lugar donde han asesinado a más de 400 mujeres y al menos entre 400 y 4000 han desaparecido en más de una década. Se marchó de su ciudad natal, Chihuahua, a los 16: “Vine con mucha ilusión, conseguí empleo en la maquila. Pero lo que ganaba, 45 pesos diarios (el equivalente a cuatro dólares) no me alcanzaba para vivir y pagarme la preparatoria...”. De condición humilde, sin amigos y sin familia, aceptó iniciarse como cantinera a los 18. Para casi todas las cantineras de Juárez es obligatorio usar minifaldas, tacones y labios pintados de rojo carmesí: “el jefe nos exige mostrar las piernas...los clientes toman más cervezas y sino te los sacas de encima aunque te digan cosas feas, más lana (dinero) entra a la caja”. Esparcidas en una ciudad en la que existen cinco cantinas por cada escuela, allí están ellas, decenas, centenares, ofreciendo sus cuerpos por un ron o una chela... María en realidad todavía conserva el sueño de ser maestra. “Con mucho sacrificio me estoy construyendo una casita y me compré un carro. Algún día, si puedo, dejaré este trabajo. Tengo suerte porque no me obligan a acostarme con hombres, otras chavas la pasan peor”. ¿Por qué?, pregunto: “No eliges ser prostituta o vender esto -y señala su cuerpo, quizá con el mismo desdén con el que lo han de tratar sus clientes-. Como tampoco eligen las chavas que se acuestan por una dosis de heroína. Aquí a la vuelta, en la avenida Juárez te las encuentras a montones...Hay que ser fuerte para soportar esta vida, y no todas pueden -y se corrige- bueno, no todas podemos”.
Doña Socorro, según sus compañeros de trabajo prepara los mejores burritos de patata con chorizo del centro. Cocinera y encargada de la limpieza de una pizzería en la calle Mina, sus 52 años parecen estrujados por las extensas jornadas laborales y un problema en la cadera que la hace cojear. No se queja de lo que le ha tocado: un marido que no bebe y regresa todos los días a casa al que llama “mi señor”, tres hijos adultos “bien criados”, dos chicos y una chica. Uno de ellos es “su dolor en el pecho”. El joven acaba de salir de la cárcel por asalto a mano armada y no logra recuperarse de una adicción a la heroína: “Estuvo varios años preso, pero él roba nomás pa’ comprarse la droga”. Socorro cambió de dios hace ya bastante tiempo, decepcionada del catolicismo, se convirtió en cristiana metodista y su fe es la que la mantiene en pie. De sus hematomas en la cara y sus moretones en los brazos no habla. Simplemente no contesta si le preguntas. Hurgando en su interior, dice que se ha olvidado de ella misma. Transmite una lacónica resignación: “Soy buena sirvienta, tengo claro que yo nací para obedecer y mi señor y mi jefe para mandar”.
Martha, después de haber perdido varios trabajos por la crisis económica, hace dos días ha vuelto a ocupar un puesto en la industria maquiladora, en la subsidiaria de una corporación estadounidense de automóviles. No sabe exactamente qué hace: “controlo que una cajita de metal con piezas sueltas encaje bien en la máquina...”, tampoco ha pensado alguna vez que nunca podrá adquirir uno de los tantos flamantes ejemplares de coches cero kilómetro, para los cuales ella ensambla una de sus piezas cada día. Fuera de la fábrica, la espera un autobús desvencijado que la llevará, durante el recorrido de casi una hora, a una colonia peligrosa de las orillas de la ciudad. En trayectos de similares características a los que ella hace, han desaparecido mujeres que después fueron localizadas muertas con signos de tortura y estrangulamiento. Ojos negros, pelo azabache hasta la cintura y una figura esbelta, delgada -como la de las chicas que corresponden al perfil seleccionado por los asesinos-, Martha tiene miedo pero no piensa en eso que a veces la carcome por dentro. “Vivo en una casa con tres puertas de entrada, pero igual me roban dos veces al año. Ya no tienen ni qué robarme”. El peligro se acrecentó más, desde que enviudó hace dos años -a los 19-. Ahora sólo cuenta con su madre y con ella comparte la vivienda. En el fondo se siente incompleta; dice: “Tendré que buscarme otro hombre que me cuide”. Saca de su bolso un recorte del periódico El Mexicano que narra la crónica de los hechos: su esposo fallecido murió en una balacera durante un enfrentamiento de pandillas. También me muestra un spray paralizante y unas tijeras: “Por si me quieren hacer algo”.
Ana es una niña de 12 años originaria de Ciudad Juárez. Por las mañanas, a veces va a la escuela. Por las tardes, empaqueta productos en bolsas de plástico, en un supermercado de la calle Velarde. Come gracias a las propinas que los compradores le dan. Los días buenos, entre morralla y morralla junta 30 pesos mexicanos. Parlanchina y simpática, no tarda en acercarse: “Soy la menor de tres hermanas. Todas trabajamos y completamos para pagar el alquiler. No me gustan las matemáticas. Prefiero jugar en la calle. En la escuela me aburro...”. Después de varias citas casuales, un día llega cabizbaja, llorando, sangrando su trauma: “No puedo borrármelo de la cabeza, se me aparece como una película y no se me va... No puedo dormir ni comer, no puedo jugar, no quiero estudiar”. Su padrastro abusó de ella tres años atrás en repetidas ocasiones. Comenzó con su hermana mayor, siguió con la de en medio y acabó con Ana. De una a la vez. “Cuando me traía regalos, sabía que ese día me tenía que dejar”. “Es como si me pasara ahorita mismo”. El relato sin puntos ni comas acaba con una pregunta: “¿A ti cómo te pasó?”. Intento meterme dentro de la cabeza de la niña, hasta que me doy cuenta que ella cree que todas las mujeres del mundo nos iniciamos con la experiencia de una violación. Semanas más tarde me entero de que su hermana mayor, de 15 años, acaba de quedar embarazada y la que le sigue, de 14, se prostituye con hombres mayores.
Desde que el gobierno estatal realizó esa primera campaña de prevención, en el año ’95, se produjeron otros cientos de asesinatos. Y si bien las campañas en general, han estado dirigidas a las potenciales víctimas de los crímenes en serie, estos representan a lo sumo el 30 por ciento del total de asesinatos cometidos en algo más de una década. De los 400, la mayoría fueron resultado de la violencia contra las mujeres. A ver si asimilamos las cifras escandalosas: el 70 por ciento de las mujeres asesinadas en el mundo lo son a manos de sus parejas o exparejas.
La impunidad con la que actúan los hombres dentro de sus casas en Juárez, es consecuente con las tecnologías de la violencia utilizadas por los señores del poder dentro de la maquinaria concentracionaria. En ese proceso dialéctico, de retroalimentación de la violencia en espacios públicos y privados, la fuerza bruta fluye y busca justificarse en la propaganda oficial. Aceptémoslo: el discurso del poder patriarcal no ofrece para nosotras alternativas o espacios de negociaciónparalograr la tan ansiada igualdad. Hay que desmontar el patriarcado. Pero hay que empezar por el discurso, por ellenguaje.Loquedice entre líneas el guión de la publicidad, explicado por la investigadora del Colegio de la Frontera Norte (Colef), María Socorro Tabuenca Córdoba: “Los tres anuncios estudiados con anterioridad parecen insistir en reforzar el código cultural de que las mujeres estamos más seguras en casa y que los ‘extraños’ son los únicos que nos pueden hacer daño”, nos advierte que, aun siendo mujeres adecuadas, sumisas e imitadoras del modelo de ‘María’ (la madre de dios), no estamos a salvo.
La premisa básica del terrorismo sexual es que no estamos a salvo en ningún sitio. Ni en los espacios públicos ni en los privados.
Necesitamos inventarnos un silbato interno que nos de otras herramientas para frenar la fuerza bruta.
Hasta hace unos años, en el organigrama del narcotráfico, Juárez era un punto de tránsito de los cargamentos de droga que se dirigían a Estados Unidos. Los señores del poder en connivencia con forajidos de turno y políticos, convirtieron a la ciudad en una de las plazas más importantes del crimen organizado de México y de América Latina. En la actualidad, además, ostenta el segundo lugar del país en el consumo de cocaína y heroína. El afamado y temido Cártel de Juárez, junto a otros, se disputan la ciudad y las rutas de tránsito de la droga. El narcomenudeo (venta en pequeña escala) le ha usurpado una parte del negocio al tráfico. Entre las postales cotidianas ves cómo, por precios irrisorios, en silencio asesinan varias generaciones de jóvenes: niños y adolescentes deambulan en calles aledañas al centro o de colonias marginadas; por dos dólares, a las 10 u 11 de la mañana desayunan jeringas de heroína que les venden escondidas en latas de gaseosa. Las cifras censuradas hablan de 1000, 1200 picaderos (lugares donde se expende la droga).
Según datos extraoficiales de la policía municipal, 600 pandillas pululan en la ciudad; 80 o 90 son violentas y en algunas sus integrantes roban, violan y matan mujeres, venden drogas; alimentan su poder temporal con trifulcas, peleas y asesinato de los adversarios de otras pandillas. Las más adaptadas a las leyes antropofágicas dan apoyo logístico a lugartenientes de grandes cargamentos de contrabando o de drogas, encubren el reclutamiento de sicarios ‘estrellas’ que ofician como guardaespaldas o asistentes personales de narcotraficantes y empresarios.
La guerra de narcos provoca balaceras en lugares públicos y a plena luz del día, ejecuciones por doquier, secuestros, vendettas y desapariciones de implicados en la mafia. ‘El ajuste de cuentas’ se cobra siempre con una venganza. Y la venganza se aquieta con una venganza mayor. Los códigos rígidos de la barbarie se repiten una y otra vez. Los rituales sangrientos que tienen como únicos protagonistas a varones se perfeccionan y sofistican. Ellos ofrecen a la sociedad el espectáculo patriarcal con un gran despliegue de fuerzas, de energía letal, de sadismo autoreconfortante. Se impone la normativa de la virilidad irracional y hueca: “A ver quién es más macho”. “A ver quién es el más ‘chingón’, el más cabrón”. La guerra de ellos es contra la vida. La nuestra es sobrevivir a sus guerras.
Los cínicos minimizan el femicidio argumentando que existe un patrón de criminalidad generalizado que afecta a diferentes sectores de la sociedad. Anteponen las cifras de cientos de varones ejecutados y otros cientos desaparecidos -implicados directos en el crimen organizado- en los últimos 11 años, que por supuesto son más elevadas a las de las mujeres asesinadas.
De los 4200 presos que habitan -hacinados- el Centro de Readaptación Social para Adultos (Cereso) -cárcel- de Juárez, menos del cinco por ciento son mujeres. ¿Por qué nosotras reaccionamos de manera distinta a la opresión, la marginalidad, la exclusión, la pobreza? Y no es por sumisión porque en todo caso la sumisión es una exclusión más. ¿Cuándo empezaremos a reivindicar socialmente nuestra entereza y estoicismo ante las desgracias, las injusticias, la desigualdad?
Los opinólogos piden que se inunde la ciudad de policías y se manden a construir más cárceles para combatir el delito. Creen que copiando el modelo de la ‘criminalización de la miseria’, exportado por Estados Unidos, que ha hecho de sus cárceles una industria de importantes divisas y ha conseguido la estigmatización de los pobres (el 15 por ciento de la población estadounidense es negra pero los afroamericanos ocupan más del 50 por ciento de las cárceles), se solucionará el problema de la inseguridad.
Una sociedad que pretende madurar en sus niveles de tolerancia no puede aspirar a dejar en manos de la policía sus reglas de convivencia. Una comunidad que confía su porvenir en las llamadas ‘fuerzas del orden’ está destinada a ser una sociedad totalitaria.
El estado de Chihuahua -al que pertenece Ciudad Juárez- el año pasado hizo una reforma al código penal y se aumentaron los años de condena a los delincuentes. Honoré de Balzac, en alguna historia de La comedia humana, decía que “detrás de una gran fortuna hay un crimen”. Los delincuentes mayores, los creadores y regeneradores de la desigualdad social: ¿cuándo pisarán una cárcel por sus crímenes masivos? La farsa de esta democracia se consolida en un escenario global virtual, el estado de derecho se ha fugado, en el planeta nos gobierna una camarilla de serpientes estúpidas, feroces y desagradables. No hay más que ver las fotos de los candidatos a las próximas elecciones de Juárez y el estado de Chihuahua...o las de George Bush y Ariel Sharon celebrando holocaustos de su autoría.
Las desechables de la maquila
El capital transnacional opera a través de centenares de subsidiarias de corporaciones de Estados Unidos, Canadá, Japón, Australia y países de Europa, que encuentran en países como México paraísos fiscales y mano de obra barata. En Juárez, la industria maquiladora en la actualidad da trabajo a por lo menos 130.000 obreras. Desde que los crímenes contra mujeres empezaron a producirse con un patrón, en el año ’93, esas multinacionales nunca tomaron acciones para ofrecer mayor seguridad a sus empleadas ni han presionado a las autoridades para que pusieran vigilancia en las líneas de autobuses que las transporta, o se crearan vehículos especiales para trasladar a aquellas que viven en zonas de alto riesgo. Las que son madres no cuentan con guarderías para sus hijas e hijos y muchas de ellas se ven obligadas a dejarlos solos o en la calle.
No existen leyes eficaces en el Estado de Chihuahua ni en México, que las proteja del acoso sexual en el ámbito laboral, de la discriminación por sexo o maternidad, que las ampare de despidos arbitrarios, indemnizaciones injustas por incapacidad física o psíquica, bajos salarios, dobles y triples jornadas, condiciones insalubres de trabajo...la lista resulta interminable. Ellas representan al 60 por ciento de la fuerza laboral pero dicho en palabras de la socióloga juarense, también investigadora del Colef, Julia Monárrez Fragoso: “Tanto mujeres como hombres somos capital, somos mercancía: ¿qué valor tiene esa mercancía que se paga con un salario tan bajo? Y un salario cruzado por el género, porque las mujeres son las que ocupan los puestos más bajos en la industria maquiladora. Son las que quedan excluidas de los puestos de remuneraciones más altas y las que no se capacitan. ¿Para qué invertir en ellas si valen tan poco?”.
Minerva C., con experiencia en recursos humanos en varias compañías, guarda un largo anecdotario en torno a la situación de las mujeres en las maquilas: “Nadie quiere hablar del alto consumo de drogas que hay dentro de las naves industriales ni del negocio del narcomenudeo. Los mismos empleados venden cocaína a sus compañeros para poder soportar la presión laboral o las dobles jornadas de trabajo. Las empleadas sufren, además, abusos de otro tipo. Me tocó ver a hombres con altos cargos jerárquicos que se ‘rifaban’ a las jovencitas más guapas. Desde los vidrios polarizados de las oficinas que daban a la planta general las escogían y luego, en el mejor de los casos, las acosaban sexualmente”.
Una colega periodista de Norte, diario de Ciudad Juárez, comentaba que en alguna ocasión le hablaron de “la prueba del espejito (un chiste de humor negro)”: si una joven se acerca a pedir trabajo a la maquila, como único requisito, le piden que impregne su aliento sobre un espejo de mano y si el espejo se empaña, es admitida. Sólo basta que respire...¿Y qué del reguero de sangre que dejan las corporaciones, con sus fabricaciones en serie de objetos destinados al consumo de los países del primer mundo?
Con las reglas del libre mercado, la vida vale más en los países desarrollados que en los otros. ¿Cómo justificar que una operaria u operario calificado de la Chrysler, gane de 15 a 20 dólares la hora en Estados Unidos, mientras que por el mismo puesto en Ciudad Juárez se percibe un dólar con cincuenta? O que las vacas de Europa reciban un subsidio diario de alrededor de dos euros por cabeza, mientras que en México más de la mitad de la población (al menos 50 millones de habitantes) se alimenta con el equivalente de menos de un euro diario. Las vacas criadas en los países ricos consumen la mitad de la producción mundial de granos, al mismo tiempo que más de 800 millones de personas del planeta pasan hambre.
Si el cáncer tuviera una ideología, se basaría en un principio: “Crecer por crecer”.
El consumo también se fundamenta en crecer por crecer. Construido como uno de los pilares del capitalismo en su fase terminal, se resguarda en la bandera del desarrollo. En los últimos 30 años, el crecer por crecer del consumo nos ha llevado a destruir casi un tercio del total de los recursos naturales, según organismos internacionales, entre ellos el World Conservation Monitoring Center (www.unep-wcmc.org) . ¿Eso no es un exterminio premeditado de otros seres vivos?
La opulencia colectiva enceguece. Adormece los sentidos y amputa la expresión de las emociones. Los habitantes de Estados Unidos representan al cuatro por ciento de la población mundial, sin embargo consumen el 25 por ciento de lo que se produce en el planeta.
Otro gran negocio deja ganancias de cientos de millones de dólares al año: el tráfico de humanos. La mafia de los ‘coyotes, polleros o enganchadores’ enriquece a policías, funcionarios y autoridades migratorias de ambas fronteras. De manera ilegal cruzan a cientos de mujeres, hombres y niños a los Estados Unidos. Algunos olvidados del sistema pierden su vida en el intento. Pero no les importa correr el riesgo. No ‘buscan el sueño americano’, tratan de huir de la pobreza extrema, un apartheid que sólo les ofrecerá miseria, hambre, maltrato, vejaciones. Coinciden en una voz: “Prefiero morirme cruzando la frontera que seguir así”. Los que estamos a salvo de esa pobreza no alcanzamos a comprender que ellas y ellos ni siquiera pueden elegir la vida sino ciertas formas de supervivencia.
Ciudad Juárez versus El Paso. Un alambrado, un puente, un río, una valla, un muro, separan a dos sociedades que aunque no se diferencian en nada por su DNA, la dicotomía superficial que ve sólo por encima aquello que se materializa sin ser desgajado, las clasifica por opuestos: bienestar/miseria, civilización/barbarie, imperio/periferia, orden/desorden, pulcritud/suciedad. Basta cruzar la frontera por cualquiera de los puentes internacionales que comunican a Ciudad Juárez, con Estados Unidos por El Paso, Texas, para olfatear en los agentes migratorios del país del norte, la discriminación, el desprecio, el autoritarismo de aquellos que se consideran superiores al resto de los mortales.
Probablemente si hiciéramos una encuesta entre las y los habitantes de El Paso, los resultados arrojarían que la mayoría no encuentra una directa relación entre su bienestar, confort y acceso a comprar objetos en forma frenética, con que haya otras y otros que los fabrican para ellos, trabajando como esclavos a pocos kilómetros de sus casas. Tampoco relacionan el consumo excesivo con la contaminación. Juárez cumple las funciones de un basurero gigantesco de los Estados Unidos. Cada día de manera legal o clandestina ingresan automóviles, llantas y todo tipo de chatarra que depositan y entierran allí. Los paseños resultan los más entusiastas en convertir a Juárez en un centro de transgresión a su larga lista de prohibiciones. Los fines de semana, adolescentes ‘gringos’ de 15 a 20 años van a la ciudad mexicana, entre otras cosas, para beber alcohol. En el país de las libertades no les está permitido hacerlo antes de los 21 años, aunque a los 18 los estimulan a enrolarse en el ejército, donde les enseñan a usar un arma y a matar.
¿Cómo no va a necesitar Estados Unidos proveedores de sus vicios, cuando registra los mayores índices en consumo de drogas, pornografía, prostitución de mujeres, niñas y niños? México limita con el imperio y sufre el impacto de la opulencia y sus excesos.
¿Se puede esperar del gobierno de los Estados Unidos colaboración y solidaridad en la resolución del femicidio de Ciudad Juárez? Investigaciones del FBI dieron indicios de que algunos de los asesinos tienen ciudadanía estadounidense, son residentes o están al mando de empresas con sede en aquel país ¿En qué beneficia económicamente al imperio que atrapen a unos señores, que no sólo controlan el gran tráfico de drogas que se introduce por la frontera de Ciudad Juárez, sino que también resguardan su patrimonio y lavan decenas de millones de dólares anualmente en los Estados Unidos, que provienen de la venta de drogas y de sus monopolios? Es iluso creer que las autoridades norteamericanas de primer nivel vayan a meter mano en ese asunto. Con un impresionante despliegue digno del presupuesto militar más elevado del mundo (equivalente a los 25 presupuestos militares juntos de los países que le siguen en importancia en el tablero internacional), podrá invadir Irak en busca de petróleo, pero no va a intervenir en su propia frontera por un tema que desde el discurso imperialista considera sin importancia. El sistema económico y político de Estados Unidos protege subrepticiamente a los autores y cómplices de los asesinatos de mujeres.
Deberíamos eliminar la palabra ética de los diccionarios de todas las lenguas hasta no trocar una ética fragmentaria, falsa, canalla por una verdaderamente universal.
Los mixes, un pueblo indígena de Oaxaca, México, consideran que hay dos maneras de ser rico: por la acumulación de bienes o por la reducción drástica de la necesidad. Nos resistimos desde los márgenes de la exclusión impuesta por el centro del poder. ¿Hay alguna otra alternativa a la vista?
El femicidio de Ciudad Juárez ha contagiado a otras ciudades mexicanas: Chihuahua capital, Nogales, Tijuana, León, Torreón, Guadalajara...No es casual que en dichas ciudades se cobije al crimen organizado. ¿Estarán también señores del poder detrás de esos crímenes? ¿Los mismos? ¿Se les habrá ocurrido a los megalópatas transformar esos rituales en una fiesta nacional? El narcofascismo en México ha tomado la forma de todo lo corruptible y se ha mimetizado con la codicia, cultivada por aquellos que creen en el precepto: “A quien tiene le será dado y a quien no tiene le será quitado”.
Desde que organismos de derechos humanos y la opinión pública nacional e internacional pusieron sus ojos sobre Ciudad Juárez, los asesinos están alertas. Sus nombren han circulado públicamente en México y en muchísimos otros países. Ya no hay manera de borrar el manto de duda que envuelve sus vidas. No tienen miedo, saben que nunca irán a la cárcel. Pero, enojados porque invadieron lo que ellos consideran sus comarcas, sus feudos, han arremetido, por un lado, con una campaña mediática en los medios locales y nacionales a través de desplegados publicitarios que atesoran no su inocencia, sino su poder económico y por ende político. Por otro, desde la maquinaria concentracionaria, han ordenado una nueva ola de amenazas a defensoras y defensores de derechos humanos, a familiares de las víctimas y a periodistas que han seguido la línea de investigación que los involucra en los crímenes. ¿Por qué no aceptan declarar ante las autoridades lo que saben? ¿Por qué los ha puesto tan nerviosos el señalamiento que los acusa de partícipes y autores de los asesinatos en el marco de los mentados rituales?
En pocos días el gobierno mexicano hará anuncios “espectaculares”, según lo adelantado por la propia Procuraduría General de la República, en torno a los autores de lo crímenes de mujeres. ¿Pasará lo de siempre? ¿Atraparán a unos policías y narcos de la base de la pirámide o a ‘imitadores’, que copian el modus operandi de los crímenes en serie y les endilgarán asesinatos que no cometieron? Después de la ejecución de la defensora de derechos humanos Digna Ochoa, ocurrida el 19 de octubre de 2001, que el gobierno maquilló con un suicidio, ¿Con cuál absurdo volverá a poner en evidencia su burla a la democracia y el avasallamiento de los derechos humanos?
¿Por qué no llegar a la verdad a través de un proceso conjetural y creativo? ¿Por qué no refugiarse en la intuición en estado puro en lugar de la lógica chata que sólo nos deja hablar de aquello que conocemos? La realidad no es objetiva por quien la imponga ni subjetiva por quien la interpreta de acuerdo a su observación y su reflexión conciente. La realidad está aquí y ahora para ser explorada, analizada, desconstruida. ¿Sino cómo nos defendemos del poder y de aquello que se quiere implantar a fuerza de dogmas, falacias y ficciones psicopáticas? ¿Por qué no apelar a una verdad reconstruida no por lo que vemos delante de nosotros, sino por lo que hay detrás de lo que vemos? El eclipse entre la razón y la irracionalidad no dará respuestas pero nos obliga a replantear las preguntas.
No cobijemos la linealidad de acontecimientos. Entendamos la realidad no por lo que percibimos del contexto próximo, sino por esos hilos invisibles e imperceptibles que sostienen y retroalimentan nuestros actos armonizados con el entorno más amplio. La realidad tiene grietas y en esas grietas se cuela la escisión entre el cuerpo y el espíritu, la necesidad de establecer una jerarquía entre un dominador-dominado, dominada (el meollo epistemológico no está en obedecer sino en aceptar la obediencia como una orden). ¿Por qué no atrevernos a leer la realidad al revés o a trastocar su interpretación para rescatarnos de las certezas? La realidad tiembla y en esa incertidumbre constante que nos depara a cada paso, nos alerta, nos susurra metáforas. Nos obliga a asumir nuestra propia condición humana.
También se trata de reducir el miedo, de convertirlo en un objeto de inspiración si es que intentamos sobrevivir al terrorismo sexual.
Congelan sus destinos en el momento del secuestro. Intentan extirparlas de la realidad. Les roban sus sueños, les arrebatan sus pequeñas alegrías cotidianas de gente sin ambición por el poder, sin codicia, sin ansias de demostrar la virtud competitiva exigida por el individualismo. Ellas quieren vivir su vida: trabajar, estudiar, enamorarse, criar hijas e hijos, transcurrir en el tiempo, envejecer.
Pero les toca conocer la atrocidad como última experiencia vital. Y les seguirá tocando a muchas mientras no confluyamos en una solidaridad expandida desde una red social internacional, organizada por mujeres que queramos ayudarlas para ayudarnos a nosotras mismas.
Otro mundo es posible, con nosotras en movimiento, en acción. ¿Tan desgarrador es asimilar el paradigma de que nos matan por ser mujeres? No podemos seguir viviendo en un duelo histórico permanente. ¿Qué nos pasa? ¿Dónde estamos? Abandonemos la cárcel de la apatía. Salgamos de las academias, las fábricas, los laboratorios, las casas, las oficinas, los campos. Unámonos. Atrevámonos a construir un nuevo movimiento social.
La sombra de las asesinadas nos persiguen. Sus voces son filosos aullidos en el panóptico de la desesperación. Desesperar para comprender. Para modificar la actitud del cuerpo. Respetar a las víctimas. Hallar los resquicios de la belleza en el dolor de la pérdida. Imaginar su entereza en ese momento que precede a la muerte: ¿Sabes lo fuerte que es una mujer para resistir la agresión hasta los últimos instantes de su existencia, arrancándole vida a la sangre, respiración a la asfixia, cicatriz a la mutilación, dignidad a la violación? ¿Cómo se atreven a considerarnos débiles? Desde esa supuesta debilidad, hoy más que nunca hemos levantado nuestra voz para reclamar el espacio que no nos han dejado ocupar. Desde esa resistencia mortal estamos denunciando en todos los países del planeta que la violencia machista y misógina nos mata.
Nos matan por ser mujeres pero no tienen el poder de quitarnos nuestra identidad, nuestra condición femenina, nuestra elección por la vida.
Tal vez haya llegado la hora de rebelarnos a los postulados del exterminio, de la negación del otro-otra. Tal vez haya que tirar abajo las bases del paradigma cartesiano.
Cerremos filas en contra de la agresión institucionalizada con una acción planetaria conjunta. Paralicemos la tierra con una resistencia pasiva en contra del terrorismo sexual, de los ejércitos, de la fabricación de armas de destrucción masiva, de las mafias, de las naciones imperialistas, de la concentración de la riqueza, de los fanatismos supuestamente liberadores...
Dejen de matarnos.
Desde los extremos y desde los matices.
En Ciudad Juárez y en todos los confines del universo.
Graciela Atencio
Apuntes conjeturales y periodísticos para una novela, abril de 2004.
Escrito en solidaridad con madres de víctimas, familiares de inocentes encarcelados (los chivos expiatorios), activistas, defensoras y defensores de derechos humanos, y periodistas -y amigos-, que han sido hostigados, torturados, amenazados de muerte, perseguidos o vigilados en Ciudad Juárez, Chihuahua Capital, Distrito Federal, El Paso (Texas) y San Francisco (California).
En agradecimiento a esos miles de mujeres y hombres que también manifestaron su solidaridad con las víctimas y los reclamos de justicia, convocados en España, desde las siguientes instituciones, ongs o asociaciones:
RED DE ORGANIZACIONES FEMINISTAS CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO, MUJERES EN RED, PLATAFORMA DE MUJERES ARTISTAS CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO, PLATAFORMA POR LOS DERECHOS HUMANOS DE LAS MUJERES, CONSEJO DE LAS MUJERES DEL MUNICIPIO DE MADRID, FORO DE MADRID CONTRA LA VIOLENCIA A LAS MUJERES, ÁREA DE LA MUJER DE RADIO VALLEKAS, MUJERES VECINALES DE MADRID, GRUPO DE MUJERES DE CARABANCHEL, CENTRO MUNICIPAL DE LA MUJER DEL AYUNTAMIENTO DE GETAFE, BAE (BIDASOALDEKO EMAKUMEAK), KABIGORRI ELKARTEA, AMALATZ (ORERETAKO TALDE FEMINISTA), GIPUZKOAKO EMAKUME FEMINISTEN KOORDINADORA, AYUNTAMIENTO DE ONDARROA, ONDARROAKO UDAL EMAKUME BATZORDEA, AYUNTAMIENTO DE MONDRAGON, ASAMBLEA MUJERES DE BIZKAIA, COLECTIVO DE SOLIDARIDAD CONTRA LA REBERLIÓN ZAPATISTA DE BARCELONA, AYUNTAMIENTO DE MORÓN DE LA FRONTERA, MUJERES DE NEGRO SEVILLA, MUJERES PREOKUPANDO DE ZARAGOZA, INSTITUTO CANARIO DE LA MUJER, FORO CONTRA LA VIOLENCIA DE GÉNERO DE TENERIFE, COLECTIVO TRÓTULA FEMINISTA, INSTITUTO DE LA MUJER DE EXTREMADURA, IPES (INSTITUTO PROMOCIÓN ESTUDIOS SOCIALES), SODEPAZ LA RIOJA, IDSE (INQUIETUD EUROPEA).
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