Por Andrés Montero Gómez
Cuatro centenares de juzgados especializados en violencia hacia la mujer han sido constituidos. La Asociación Profesional de la Magistratura cuestiona no sólo su creación, sino hasta su propia filosofía. Consideran los jueces conservadores, en una justicia supuestamente libre de sesgos ideológicos, que no puede juzgarse a un agresor en función de su sexo. Desconocen, ignoran, simplemente desatienden o sesgan su argumentación respecto a la circunstancia de que la violencia hacia la mujer es violencia masculina y los agresores de mujeres son hombres.
La justicia en violencia hacia la mujer no trata diferencialmente las agresiones, no las desiguala en plano jurídico a otras, simplemente califica un tipo específico de violencia que constituye un problema social. Los tipos penales se han agravado y los juzgados especiales se han articulado sobre lo que, en un porcentaje tremendo de los casos, representa una violación diaria y sistemática de los derechos humanos de miles de mujeres españolas. Esa violación se lleva a cabo por hombres.
El argumento que esgrimen quieren se contrarían ante la creación de juzgados especializados o legislación específica, que no especializada, es idéntico a esos que han fabricado quienes arguyen que existe violencia masculina hacia la mujer porque también existe la que opera en sentido inverso. El argumento, en sí mismo, es una falacia interesada. La violencia femenina hacia el hombre no existe. No existe como problema social. Lo que se registran son casos individuales de mujeres que agreden a hombres. Por supuesto, punibles como agresiones en su tipología específica de violencia interpersonal. Desde luego, nada que refleje un problema social de dimensiones cuantificables, aunque sea tentativamente, que nos retrata culturalmente como deficitarios en algo que está en la raíz de toda la imposición totalitaria que involucra a la violencia, esto es, la igualdad. La violencia es la imposición totalitaria de la desigualdad.
Existen dos tipos de femicidas. Los hay que asesinan a las mujeres en vida, descuartizan su identidad, descomponen golpe a golpe su fisonomía y dejan marca indeleble en su memoria. Después las dejan vivir, pero ya han matado algo de ellas. El otro tipo es el femicida que las asesina hasta la muerte. Como aquellos, los femicidas masculinos que asesinan hasta la muerte mantienen a la mujer matándola lentamente bajo tortura. La han aislado, la han humillado, la han sometido, la han asfixiado tratando de privarlas de humanidad. Después las asesinan hasta la muerte. Habitualmente aguardan a que ellas se hayan alejado. El ochenta y cinco por ciento de los asesinatos de mujeres por esposos, parejas o exparejas heterosexuales tiene lugar en procesos de separación o divorcio. Otras veces, como el “presunto” asesino en masa de Elche, las asesinan en un espacio de indefensión, en la cárcel de tortura que habían construido para ellas, probablemente, desde la relación de noviazgo.
La violencia masculina hacia la mujer está presente en todos los estratos socioeconómicos, en todos los tramos de edad, es independiente del nivel de renta o de estudios, del trabajo del agresor o de su víctima. Hace unos años, una investigación de la Universidad Autónoma de Madrid reveló que alrededor de un treinta por ciento de estudiantes universitarios, masculinos, ejercían algún tipo de violencia hacia mujeres universitarias, en su mismo rango de edad, con las que mantenían relaciones. Al menos un diecisiete por ciento de los jóvenes agresores masculinos consideraban que cierto tipo de violencia era admisible, en determinadas circunstancias, hacia sus novias. Esos hombres jóvenes entendían que agredir a una mujer estaba justificado. Un siete por ciento de las mujeres en la muestra estudiada había experimentado una violación consumada o en grado de tentativa. Deténganse un momento aquí. Un siete por ciento de las jóvenes universitarias habían sido violadas. Espeluznante.
Cuando encontramos violencia masculina hacia la mujer en jóvenes universitarios inmediatamente nuestras hipótesis apuntan a que existe un factor cultural alimentando esa violencia. El diecisiete por ciento de esos estudiantes justificaban su violencia, pero lo que no les he dicho es que un seis por ciento de las mujeres también entendían que algún tipo de violencia que recibían por parte de sus agresores tenían alguna razón. La comprendían bajo determinadas circunstancias. Existen pautas culturales, ligadas a la educación de género, que se encuentran en la raíz de la violencia masculina.
Los agresores de mujeres no son enfermos. Cuando un asesino repunta, enseguida los expertos lo catalogan como un drogadicto o un psicópata. Con el “presunto” asesino de Elche, que ha matado a mujer y dos niños a martillazos, han convergido ambos diagnósticos. Sin embargo, tengo una explicación alternativa a las interpretaciones dominantes, que es tan válida como éstas porque todas se han vertido gratuitamente sin que haya mediado una evaluación psicológica en rigor. Pues bien, a mi parecer el asesino en masa de Elche había recreado ya el asesinato de su mujer e hijos en su mente. Semanas antes, meses antes. Cada vez que salía de casa a trabajar en la obra o en el descanso de la comida o en el regreso a casa. Había imaginado ya la secuencia de los hechos. Estoy convencido de que había ejercido violencia contra su mujer con anterioridad. La noche del asesinato había salido a beber con un compañero de trabajo. Recayó en el consumo de cocaína del que era adicto en desintoxicación y, en ese momento, añoró la época en la que era representante de ferretería, en una vida paralela en la que se drogaba y divertía sin responsabilidad. Mujer e hijos eran un lastre. No los soportaba. Llegó el flashback y decidió que la noche en que la escena tantas veces pensada se materializaría era aquélla. La cocaína la ingirió como energizador de una conducta homicida premeditada.
Con independencia del diagnóstico que en algún momento pueda establecerse para una persona en concreto, los agresores de mujeres no son enfermos. Estudios en muestras de agresores incursos en procesos judiciales demuestran que el noventa y cinco por ciento de los agresores de mujeres no sufren padecimiento o psicopatología que condicione su responsabilidad criminal por su violencia. En este sentido, cuando se realizan intervenciones terapéuticas no se llevan a cabo para curar ninguna enfermedad, sino para modificar el modelo mental y la conducta que sustentan la violencia en estos agresores.
El alcohol o la cocaína no son causa de la violencia masculina hacia la mujer y a veces se utiliza por los agresores para facilitar el ejercicio de la violencia. A pesar de que nuestra ley procesal considera una circunstancia modificativa de la responsabilidad criminal la ejecución de un acto asesino bajo los efectos del alcohol o las drogas, muchos agresores utilizan el alcohol o sustancias psicoactivas como facilitadores de la violencia. Aquí, la propia ley contempla que la atenuante desaparece, puesto que se ha utilizado la droga como senda instrumental para cometer el delito. El proceso se denomina ‘impulsividad planificada’. De esta suerte, el agresor se va situando en el escenario en el cual sabe que va a “perder el control” de su conducta y va a descargar una paliza sobre la mujer. Esa pérdida de control es construida, es premeditada, y se facilita la mayoría de las veces ingiriendo alcohol, que es un desinhibidor conductual, o cocaína como energizador de la conducta.
Los hijos e hijas de las mujeres atacadas son receptores directos de la violencia contra sus madres. Incluso cuando no hayan recibido un solo golpe. Las consecuencias para la salud de estos niños son gravísimas y, no sorpresivamente, el glosario de trastornos observados guarda un estrecho paralelismo con las consecuencias que para la mujer tiene la violencia masculina. Sin recibir un solo golpe, un niño puede desarrollar un síndrome de estrés postraumático por la violencia que recibe su madre.
Una agresión masculina contra una mujer nunca es un hecho aislado. La violencia contra la mujer se ejerce en un marco estratégico en donde el agresor utiliza el maltrato, psicológico en combinación o no con golpes y palizas, para anular y dominar a otro ser humano. El fin último es la posesión por sometimiento. Cuando se dan noticias de agresiones o asesinatos, existe siempre una historia de violencia que los precede y en los que se enmarcan.
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