Carmen Alborch
Conferencia realizada en La Fundación Grupo Correo y transcrita en El Correo Digital.
Quisiera empezar contándoles cómo ha sido concebido este libro, este "hijo" que hoy les presento. No es que me considere una escritora, porque yo soy profesora de universidad -de Derecho Mercantil, en concreto- y política, pero lo cierto es que si escribo de vez en cuando algún libro se debe a que me sirve de estímulo intelectual y, sobre todo, para tener otro contacto con la gente. Creo que la política es un noble oficio, mas los políticos no siempre estamos muy bien vistos y en ocasiones hay una cierta distancia entre nosotros y el público; por eso el escribir libros me sirve para tener un contacto diferente con éste, para tener con él, con ustedes, una proximidad no sólo intelectual, sino también afectiva. Una proximidad que por supuesto también incluye la crítica, necesaria para fomentar ese estímulo. Entonces, aunque no me considero escritora, este ejercicio esporádico me influye positivamente. Además, siempre he procurado escribir sobre aquellas cosas que no sólo me han interesado personalmente, sino que también han interesado e interesan, en mi opinión, a muchas personas y en especial a muchas mujeres. Ya me han preguntado, no crean, por qué no escribo sobre temas relacionados con los hombres, y yo siempre respondo que me muevo con una mayor facilidad por el denominado "universo femenino" porque, lógicamente, me siento más implicada en él, lo que, por otra parte, en absoluto quiere decir que devalúe el masculino.
Muchas veces hemos dicho que el responsable de todo es el sistema y que solemos luchar contra los hombres aunque los amemos -es una de las historias en las que nos sentimos involucradas muy directamente-; pues bien, si hay un motivo por el que escribí este libro es que en muchas reuniones de mujeres a las que asistí, fundamentalmente conferencias, charlas, talleres o mesas redondas, a raíz de la publicación de mi libro Solas, siempre llegaba un momento en el que ellas mismas me decían: «usted se muestra muy crítica con los hombres, con el sistema, parece que la responsabilidad es solamente suya, pero ¿y las mujeres qué?». ¿Por qué? Porque las mujeres somos las peores enemigas de las mujeres. De hecho, algunas me han llegado a contar que en su trabajo no se sienten apoyadas por sus compañeras, lo que muestra la carencia de lealtad en nuestros comportamientos, que seguimos compitiendo. Claro que, por otra parte, también somos muchas las mujeres que en nuestra vida cotidiana y en nuestros ideales estamos profundamente a gusto siendo acompañadas por otras mujeres, cosa que me encanta comprobar cuando asisto a dichas reuniones y observo el grado de complicidad tan fantástico que existe entre nosotras, como si fuéramos amigas de toda la vida que comparten infinidad de cosas. Y esto último también lo quería reflejar por escrito.
Así que me pareció interesante, con todos los riesgos que el asunto conlleva -de los que les hablaré a continuación-, hacer una especie de viaje a través de las razones que nos han convertido en rivales y proponer al tiempo la sustitución de esta rivalidad por complicidad teniendo siempre en cuenta, eso sí, que las mujeres somos seres complejos y que nuestras relaciones son, por tanto, complejas, es decir, que no podemos reducirlas ni a la enemistad ni a la amistad por naturaleza, ya que esta última supone, además de un afecto, un trabajo y por encima de ella quedan ciertos guiños que nos pueden ayudar positivamente a mejorar nuestro estar en el mundo. De esta manera, llegamos a una conclusión que he querido tener presente en este asunto: que necesitamos la existencia de una cierta solidaridad entre nosotras, puesto que nos conviene -y utilizo expresamente el verbo convenir- el ser más cómplices que rivales en este mundo tan complicado en el que vivimos. No en vano, la solidaridad que se entreteje entre nosotras llega a niveles incluso universales cuando hay una mujer que va a ser apedreada porque ha sido acusada de adulterio, por ejemplo, y el resto nos revelamos eficazmente contra semejante atrocidad, o cuando muchas de nosotras somos maltratadas. También participan hombres en el acto de repulsa, pero lo cierto es que las mujeres jugamos un papel importantísimo a la hora de tomar la iniciativa para solucionar estos y otros muchos problemas. Quizá porque nos sentimos más implicadas, por supuesto, aunque eso no quiere decir que sean únicamente nuestros problemas, por mucho que se empeñen en hacérnoslo ver así; en realidad, esos "problemas de mujeres" lo son de la sociedad en general, a pesar, como digo, de que nosotras nos sintamos más involucradas y mostremos mayor solidaridad. Todo esto explica, entonces, que más o menos al final de Malas trate de cómo nos apoyamos las unas a las otras, de cómo la amistad es, en definitiva, una cuestión de afecto y de cómo vamos elaborando los contactos, las presencias. Porque hay una serie de conceptos éticos que nos definen y expresan nuestra particular manera de considerarnos ciudadanas del mundo y, por tanto, personas responsables.
La verdad es que si les soy sincera debo admitir que este libro me ha costado un trabajo enorme, ya que, en contra de lo que sucede cuando hablamos de cosas ajenas a nosotros y nos podemos distanciar de ellas, es muy difícil poner barreras emocionales cuando se trata algo que afecta a tu vida cotidiana. Llega un momento en que acabas mirando a tu madre, a tus compañeras de trabajo, a tus amigas, es decir, a ti misma, y aunque todo lo quieres poner en el libro, prima una redacción guiada por cierta honestidad intelectual y por cierta franqueza, con lo cual, todo el proceso resulta bastante complicado. Por eso en un principio les hablaba del libro como del hijo al que, después de muchas tensiones con él, se le acaba queriendo, y también por eso les agradezco mucho que me ayuden a cuidarlo, a que se haga mayor y a que, como señalo en la introducción, sirva de pretexto para el intercambio de razones y emociones. ¿Por qué? Porque no es un libro dogmático, de verdades absolutas, en el que las cosas son de una determinada manera simplemente porque así lo creo. Es más, no creo que el feminismo, en general, o cualquier movimiento de mujeres comprometidas, en particular, pueda tener respuestas categóricas hacia nada, porque tampoco las soluciones lo son; al fin y al cabo, si hablamos de relaciones entre mujeres estamos tratando de relaciones entre personas complejas, de relaciones siempre presididas por esa idea de que somos tan singulares y diversas como el resto.
El caso es que éstas son las premisas que tuve en cuenta a la hora de escribir este libro; premisas que articulé a modo de columna vertebral, tal y como un maestro de la universidad me enseñó, para poner en claro qué era lo que quería contar. La verdad es que por deformación universitaria tengo cierta tendencia a hacer tesis doctorales, aunque luego se transformen en otra cosa cuando se publican, entonces, siempre intento querer saber cuáles son el inicio y el final, sí, pero también cuál es el recorrido y por qué una cosa lleva a la otra. De hecho, opino que una de las cosas más interesantes de los libros es precisamente observar cómo van surgiendo temas derivados de otros; es decir, con respecto al asunto que toco en el mío, en un momento determinado es imposible eludir cómo sentimos rabia las mujeres, y aunque a primera vista parezca que nada tiene que ver este factor con la dialéctica ya mencionada entre rivalidad y complicidad, es mucha su relación, además de que nos sirve de clave desenmascaradora de los procesos por los que transitamos a lo largo de nuestra vida. Porque si hay algo sobre lo que no me cabe ninguna duda es que algunas de las mujeres que me escuchen han tenido la fortuna, como yo, de leer o conocer a algunas de nuestras maestras, y al final siempre coincidimos en esto que les digo, en que debemos poseer ciertas claves para transitar por la vida, ya que no hay soluciones cerradas. Además todos los procesos suponen esfuerzo y complicidad, una inversión de energía, en definitiva, y eso era lo que yo quería reflejar.
No obstante, aquí no acaba la cosa, porque tras preguntarme a mí misma cómo demonios iba a contar todo esto también tuve que tener en cuenta, por si fuera poco, que en ocasiones podría resultar una historia un tanto descarnada al considerar ciertos aspectos. Efectivamente, existe un sistema que nos ha tratado y nos trata de manera desigual, esto es, que nos coloca en una situación de subordinación, pero ¿qué tenemos que ver nosotras con ello? ¿Hasta qué punto colaboramos con ese sistema que no siempre nos favorece y que incluso nos perjudica claramente? Ahí están los datos que reflejan qué nos pasa con el empleo, con el poder, con nuestra pareja, con tantísimas cosas. Sin embargo, yo creo que las mujeres actuales estamos en un momento en el que nos planteamos muchísimas cuestiones, no sólo relacionadas con la vida, sino también con dicho poder, con nuestra manera de estar en el mundo, con los recursos que poseemos, y eso, por sí solo, ya contribuye a la mejora de nuestras condiciones vitales como mujeres y por tanto a la mejora de la sociedad en general.
Claro que, aunque éste sea el final del trayecto, me consta que todavía hay muchas mujeres con hijas que a pesar de abogar por la igualdad de oportunidades, a la hora de educarlas, las tratan de manera desigual, transmitiéndoles unos modelos y exigencias relacionados aún con los papeles más tradiciones, vinculados siempre a la sumisión, la obediencia, etc. Y precisamente de la corriente contraria a dicha educación, de la rebelión ante esa actitud retrógrada, nació el título de Malas; un título que no significa otra cosa que "desobedientes" y que se refiere a todas aquellas mujeres que no hacen todo lo que se les dice. ¿Cuántas veces habremos escuchado eso de «tú te callas» no sólo en boca de nuestros padres, sino también de nuestras madres, de nuestros compañeros? Pues bien, esa negación de la palabra, esa censura de nuestra opinión, nos frustra, nos hiere, y por eso me parece importante recuperar, aunque sea con cierta complejidad, nuestro derecho prohibido. Por eso y porque dicha recuperación nos muestra cuál es nuestra posición en la reproducción de los distintos roles, que, insisto, no siempre nos benefician.
Ahora bien, también quiero aclarar que, cuando hablo de los roles tradicionales, del de las madres y esposas en concreto, en absoluto es que rechace éste u otros, sino que la propia sociedad en la que vivimos nos coloca en un papel determinado, en mi opinión, como si de un destino exclusivo, sin la posibilidad de elegir, se tratara, y una vez en él colocadas ni nos reconoce, ni cuantifica ni tan siquiera agradece la importancia que dicho papel tiene para la sociedad. Y esto no es así. En definitiva, como soy consciente de que tengo aspecto de una mujer un poco desenvuelta, un poco mala, lo que quiero dejar claro es que en absoluto reivindico una novela femenina, sino un respeto, una complicidad, una diversidad y posibilidades de elegir. Por eso me parece importantísimo que sepamos lo que las mujeres aportan, aportamos, en el mundo (incluido nuestro país), porque sólo así podemos comprender que no hay cuentas que puedan pagarles, pagarnos, lo que invierten, invertimos, en el cuidado de niños, mayores y enfermos, y sólo así la sociedad nos lo podrá reconocer y agradecer en los ámbitos público y privado.
Hombre, la verdad es que, por otra parte, si hay algo a lo que también hemos contribuido es al mantenimiento del sistema que nos oprime, como ya adelantaba anteriormente, y por eso una de las tesis que se mantiene en el libro es que la rivalidad entre las mujeres ha sido fomentada precisamente por los hombres, que son los que han tenido y aún tienen el poder en dicho sistema. Me explico, porque creo que así queda esto dicho de manera un poco simplista y yo siempre procuro apoyarme en especialistas en estos asuntos: no hay un enfrentamiento entre las mujeres porque la naturaleza así lo ha decidido, sino que los hombres, cuando pactaron -estoy hablando de hace miles de años, claro está-, pactaron estar en una determinada situación y tener un determinado poder, y nosotras quedamos relegadas a otro ámbito en el que debíamos rivalizar por conseguir lo que nos daba el estatus, el reconocimiento, el apellido; en definitiva, por el hombre, que era quien nos proporcionaba todo esto. Entonces, ésta ha sido siempre una manera de entender que tenemos que competir entre nosotras para que al final sólo quede una, la elegida, y dicho enfrentamiento se ha ido manteniendo y reproduciendo a lo largo de los tiempos.
Por supuesto que también es cierto que hoy día vivimos en una sociedad en la que las mujeres vamos saliendo de la esfera privada y comenzamos a participar, a irrumpir, estemos donde estemos, en el mundo de los hombres, cosa que me encanta decir precisamente en un lugar como Bilbao, en el País Vasco, donde hay unas mujeres espléndidas, con una fuerza, una energía y una valentía impresionantes. ¿Qué consecuencias está trayendo dicha irrupción? Una serie de tensiones a las que no somos ajenas. Entonces, mi propósito a la hora de escribir este libro, en conclusión, era comprobar, partiendo de esa rivalidad histórica de la que les hablo, que las relaciones entre las propias mujeres también están contaminadas habitualmente por la devaluación existente entre nosotras. De hecho, nos miramos de arriba abajo, como midiéndonos, comparándonos, constantemente, y de la misma forma que existen una serie de guiños cómplices hay la costumbre de parangonarnos. Virginia Woolf solía decir que a los hombres los miramos en un espejo en el que los agrandamos; pues bien, nosotras mismas miramos, consciente o inconscientemente, a las mujeres en un espejo en el que las empequeñecemos. Es decir, que los sentimientos y las relaciones entre nosotras son ambivalentes, y me parece que es muy interesante tenerlo en cuenta, porque precisamente ahora que nos encontramos en el mundo exterior tenemos que competir no tanto por un hombre, sino por un trabajo bien remunerado al que tenemos derecho a acceder o incluso por el poder, ya que también podemos ser ambiciosas. Y para realizar todas esas ambiciones y muchas otras tenemos que competir, entonces, no sólo con hombres, sino también con mujeres, y no pasa nada porque compitamos entre nosotras siempre y cuando compitamos con lealtad, al igual que deben hacer los hombres cuando compitan bien entre ellos, bien con nosotras.
Eso quiere decir que debemos establecer unas reglas del juego que no permitan "clubes" restringidos que marquen quiénes pueden estar dentro y quiénes quedan excluidos, y por eso me parece absolutamente fundamental que nosotras podamos hablar con franqueza, que podamos manifestar nuestra rabia, que podamos transformar aquellos sentimientos que nos suelen convulsionar en palabras; en definitiva, que podamos verbalizar nuestros propios malestares. Sé que esta tarea resulta difícil de realizar porque habitualmente debemos hacer tantas cosas y tan bien que al final acabamos completamente agotadas, exhaustas, y conseguimos que se nos vea como a seres que pueden ser invadidos por los demás. Es decir, que tengamos una profesión y además debamos estar alerta en casa para ver qué sucede, quién tiene problemas o quién necesita asistencia urgentemente porque está enfermo, por ejemplo, realmente significa una ingente inversión de energía por parte de las mujeres. Pero debemos percatarnos de que ya va siendo hora de que dejemos de sentirnos seres para los demás y empecemos a sentirnos seres por nosotras mismas, con nuestra individualidad.
¿Qué ocurre? Que cuando empezamos a comportarnos de esta manera enseguida nos acusan de egoístas, uno de los calificativos más terribles (además del de mala) que se puede utilizar contra una mujer. Y cuando a una mujer se le dice «eres una egoísta» se le rompen los esquemas, porque si por una parte se le dice que debe ir más a lo suyo, por la otra, se supone que debe ser una persona entregada, con tiempo, energía y espacio para los demás; tres conceptos, estos últimos, que forman parte de nuestra propia vida y que condicionan los afectos. Por eso la generalidad de las mujeres -aunque generalizar siempre sea trivializar y conlleve poca matización y, por tanto, injusticias- acabamos sintiéndonos, ya digo, como seres invadidos por los demás que se olvidan de sí mismos o, en el mejor de los casos, culpables por no sacrificarnos por el prójimo. De hecho, el sentimiento de culpabilidad es uno de los problemas que más nos atañen; como por lo visto siempre debemos sacrificarnos por el prójimo, hecho sumamente etéreo, no existen límites, y lo que no tiene límites supone invasión. Entonces, opino que las mujeres debemos ser muy conscientes de esto último para que nuestro cuerpo y nuestra mente, que en definitiva son nuestros dos constitutivos, no protesten, porque si protestan nosotras mismas nos estamos haciendo mucho daño. ¿Y qué recomiendo para lograrlo? Que no tengamos miedo a trabajar para nosotras mismas, a intentar ser autónomas, ya que desde nuestra autonomía podemos generar mejores relaciones con las demás personas; mejores porque ya no se basarán en la dependencia.
Pero cambiando de aspecto, la verdad es que hay un capítulo en el libro que me ha resultado especialmente complicado, porque siempre es más fácil hablar de las cosas hermosas que de las cosas que pueden aportar dolor o que pueden suponer remover sentimientos. Se trata del capítulo titulado "Madres e hijas". Realmente, al final todas somos hijas, aunque no todas seamos madres, y al igual que muchas de ustedes, he tenido ocasión de comprobar cómo vivimos las tensiones no sólo entre las mujeres de mi familia, mi propia madre, mi abuela, mis sobrinas y demás, sino también en otros casos. He podido observar que, efectivamente, las relaciones entre madres e hijas en ocasiones son muy complicadas. ¿Por qué? Porque no queremos acabar de romper el vínculo existente entre nosotras y porque a veces nos invadimos, esto es, suplantamos los deseos de la otra. Por eso me pareció que era importante intentar hablar con una cierta claridad también de este asunto; sin ánimo de hacer pupa a nadie, eso sí, sino más bien todo lo contrario, porque pienso que comentar estas cosas es la única manera de avanzar. Además sabéis que la madre es el primer espejo en el que una mujer se mira, y lo que ocurre es que en ese espejo muchas veces se ve a una competidora, y eso hay que transmitirlo para que se sepa, al igual que debemos decirles a las hijas que han tenido más oportunidades y que deben mirar a sus madres con más generosidad y con más respeto, ya que son precisamente éstas las que les han ayudado a lograr esa igualdad de oportunidades.
Por ahondar en el asunto, a muchas nos ha pasado que hemos tenido nuestras idas y venidas, encuentros y desencuentros tanto con nuestras madres como con otras mujeres, y sin duda alguna, de los momentos fantásticos de reconciliación forma parte el hecho de que tu propia madre reconozca que eres un ser autónomo y tú veas en ella a una mujer, con todo lo que ello comporta. Sobre todo, esto último, porque, efectivamente, esa realidad desenmascarada fomenta una conexión importantísima entre madre e hija, relación que por cierto condiciona la convivencia entre los propios seres humanos. Y a propósito del tema, me gustaría abogar por un cambio de mirada y de perspectiva desde todos los medios posibles, ya que si bien es cierto que las madres y las hijas de hoy en día son mucho más autónomas que las de antes, también lo es que la educación no sólo la damos en la familia y en la escuela, sino que también la recibimos y la transmitimos a través de los importantísimos medios de comunicación; sobre todo, de los audiovisuales, de la televisión, en concreto. Y la verdad es que, a pesar de honrosas excepciones, lo que ésta refleja no son sino referentes sobre las mujeres no siempre muy positivos ni favorecedores; es decir, que sigue existiendo una determinada insistencia en fijar ciertas trabas y perspectivas, y por eso mismo opino que debemos tener una especial sensibilidad a la hora de tratar el asunto. Todo esto no significa que nos sobrecarguemos con una tarea más, por supuesto, que ya tenemos suficientes, sino que cambiemos realmente el chip. Para que se hagan una idea, en el Congreso de los Diputados tengo compañeros de ambos sexos que tienen una profesión con una responsabilidad determinada, pero la responsabilidad doméstica siempre se la llevan ellas. ¿Qué sucede? Que, como decía una amiga con mucho humor, las mujeres aman mucho, y los destinatarios principales de ese amor son los hombres, por lo que salen al exterior con una carga amorosa superior a la de las mujeres en su misma situación. Por tanto, en ocasiones sufrimos más malestares y tensiones que ellos.
Por cierto que, dejando estas cuestiones concretas a un lado, y por ir terminando, en este libro también hablo de otros aspectos como la envidia, intentando precisar que lo importante no es ya el sentimiento de la envidia en sí, sino ser capaces de detectar los deseos propios que se esconden detrás de esa envidia y de valorar lo que tenemos en lugar de sentir tristeza ante lo que tienen otros. Pero posteriormente, y con hermosas palabras, llego a la idea ya esgrimida de que realmente las mujeres somos cómplices (de hecho, en un principio el libro se iba a titular así), ya que juntas hemos recorrido un larguísimo camino en el que hay muchísimos valores que no sólo tenemos, sino que también aportamos a la sociedad, lo que supone una mejora de la misma. Entonces, aparte de ciertos entramados más o menos teóricos, de algunos principios, hablo de cómo las mujeres nos enredamos en la actualidad a través de la red, por ejemplo, o para lograr la paz, o de cómo somos solidarias creando estrategias para vivir. Y trato todo esto con la sana intención de que aprendamos de mujeres de otras partes del mundo, de otras culturas o incluso de las mujeres próximas a nuestro mismo entorno, puesto que a lo mejor no siempre miramos con curiosidad intelectual y afectividad por nosotras mismas. Por lo tanto, aunque a lo largo del libro ya hay muchos claros momentos de respiro -si no, la carga sería demasiada-, hacia el final voy evolucionando claramente en positivo, y hablo de las complicidades, de la solidaridad como punto de referencia para entender que las mujeres debemos ser leales entre nosotras, que no siempre debemos pensar que los hombres son más importantes, que debemos conservar o incorporar esa mirada de respeto, de dignidad, que precisamente porque la tenemos nos corrobora que no estamos hablando de ciencia-ficción, sino de la realidad en la que transcurre nuestra vida.
Además, ya en las últimas páginas, también hablo de algunas maestras importantes, de cómo las mujeres tenemos que construir nuestra propia genealogía para que no ocurra lo que ha venido sucediendo hasta nuestros días: que hay muchas mujeres importantes que son unas auténticas desconocidas porque no se les ha incluido en la historia oficial. Algo que también ha sucedido con muchas mujeres anónimas que han sido buenas compañeras y buenas vecinas, que han formado grupos para mejorar la vida y que tampoco han sido suficientemente reconocidas o valoradas. Y en el último capítulo, titulado "Nosotras y ellos", que es el más pequeñito porque a esas alturas estaba exhausta, hago una invitación a la buena vida aludiendo a la reciprocidad, es decir, a la capacidad de establecer relaciones con el sexo masculino presididas por tal sentimiento de correspondencia. De esa manera, crearemos entre todos una sociedad más justa, más igual, más plural y más feliz, y desde luego no perderemos el sentido del humor.
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