Por Pilar Rahola
• Legalizar una actividad violenta, denigrante e indecente no es ni responsable ni progresista
En su momento ya expresé mi simpatía por la consellera Montserrat Tura, quizá porque me gusta su ímpetu, su tozudez inteligente, su demostrada capacidad de gestión. Dos años en el cargo no han modificado mi opinión, sino que la han consolidado.
Hoy por hoy, y con Joaquim Nadal, es uno de los pilares sólidos de un Ejecutivo que no siempre está a la altura de las expectativas que creó. Es desde esta alta consideración que mi perplejidad por la postura de Tura en el tema de la prostitución es considerable, y me impide entender un planteamiento que ni considero progresista, ni me parece sensato.
Hablamos de regularizar la prostitución, en términos parecidos a las leyes de Holanda y Alemania, donde dicha práctica se considera un trabajo legal. Tura ha iniciado una especie de lucha en solitario en el interior del partido socialista para obtener apoyos en la regularización sin otro éxito que —para su desgracia— el aplauso de los empresarios del sector. Por cierto, el principal de ellos, José Luis Roberto, un conocido fascista valenciano, preside el partido de extrema derecha España 2.000. Pero no parece que Soledad Murillo o Maribel Montano, dos de las mujeres más influyentes del PSOE en la cuestión, estén por la labor de considerar trabajo lo que resulta una auténtica violencia social, y tampoco ha conseguido apoyos en el PSC, donde mujeres como Lourdes Muñoz, con prudente sordina, han expresado su disconformidad.
Sin embargo, Tura ha conseguido dos cosas: una, plantear socialmente la legalización de la prostitución; la otra, aparentar que ésta es la actitud responsable y, por ende, progresista. Y así podemos escuchar, en tertulias mil, que las putas son trabajadoras del sector (¿cárnico?), que lo hacen porque les encanta la cosa, y que, ante la evidencia del fenómeno, hay que aflorar la actividad económica y regularizarla. De manera que, aunque Tura pierda este round, parece evidente que conecta con la percepción general. Las encuestas van claramente en ese sentido.
Aceptando el guante que lanza la consellera, me pronuncio rotundamente en contra de la propuesta. Y la divergencia no es contingente, sino de fondo. Ni la prostitución me parece un trabajo, aunque la OIT la considere una de las peores formas de trabajo, equiparable a la explotación infantil, ni se trata de una "opción libre elegida por las mujeres", tal y como expresa el punto 2 de la propuesta de Tura. En los dos casos se obvia el drama de fondo de una práctica violenta que aglutina todo tipo de mafias, vejaciones, tráficos de mujeres y niñas, y que, sólo en España, comporta la llegada de cerca de 300.000 mujeres provenientes de las entrañas del mundo. Sus biografías van parejas a sus tragedias personales, y sólo una visión seudorromántica e intelectualizada, al estilo Belle de jour, puede olvidar que la prostitución, en la práctica totalidad, no es voluntaria.
ES POSIBLE que los caminos de la vida lleven a una infinita minoría a escoger la venta de su cuerpo, pero ello es tan anecdótico que no resulta significativo para la categoría del problema. Como es evidente a tenor de las declaraciones de los proxenetas, cada vez más envalentonados y más desacomplejados, sólo a los explotadores de mujeres les puede interesar hacer creer que la prostitución es un trabajo cualquiera.
Sorprendentemente, en estos tiempos de pensamiento débil se ha puesto de moda en el planeta mediático banalizar la prostitución, y ahí estamos, contemplando todo tipo de programas de televisión donde pobres muñecas rotas explican que no pasa nada por haberse prostituido un ratito. Lo cierto, sin embargo, es que la prostitución es un ejercicio de violencia contra la mujer tan tolerado que incluso ha perdido su significado real, pero que sin embargo es vejatorio, malvado y denigrante. La ley de la consellera peca en el fondo porque no contempla la naturaleza violenta de la prostitución, olvida su carácter de imposición socioeconómica —cuando no de imposición física— y refuerza las mafias que trafican con mujeres.
¿Por qué decir no a la ley Tura, o a su homóloga holandesa? ¿Por qué decir sí a la ley sueca, que castiga al cliente y ayuda a la mujer en su reinserción? Primero, porque la ley que quiere Tura no tiene como objetivo la lucha contra una práctica denigrante, sino su consolidación y su refuerzo. Con esta ley, Tura conseguirá lo que ya se está consiguiendo con sólo anunciarla: que Catalunya sea un auténtico paraíso de prostitución, hasta el punto de que el crecimiento del fenómeno en nuestro país no es equiparable a ningún otro lugar de Europa.
LA IMPUNIDAD con que actúan las mafias, la laxitud con que se deja que nuestras calles se llenen de pobres chicas llegadas del Tercer Mundo enseñando sus carnes para conseguir un euro y la permisividad de una sociedad que ha dejado de preocuparse por el drama que late bajo sus pobres vidas, han hecho de Catalunya una referencia para el sexo pagado. Me contaban que incluso en una reunión de la OTAN aconsejaron Barcelona como el top ten de la cosa. Puede que nuestra querida consellera limpie un poquito las calles y regule el tránsito carnal, pero una ley como la que plantea sólo servirá para maquillar la violencia que sufren las mujeres prostituidas. Y, por supuesto, para que algunas paguen impuestos. Además, con la ley Tura se neutraliza el combate contra la prostitución y se dificulta la creación de una sociedad cuyos valores democráticos la consideren denigrante. Es decir, blanquea su violencia, y normaliza su indecencia. Y, encima, convierte a los explotadores de mujeres en empresarios homologados.
En fin, estimada consellera, puede que te muevan buenas intenciones, pero desde cualquier perspectiva solidaria con las mujeres tu ley es un auténtico desastre. Y es que lo dice el dicho: de buenas intenciones, el infierno está lleno.
Noticia publicada en la página 5 de la edición de 4/1/2006 de El Periódico
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